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Puedo afirmar, con un muy escaso temor a equivocarme, que uno de los insultos más hirientes vigentes en la sociedad de nuestros días lo constituye el uso de la palabra "político." Si alguien desea ofender a un tercero ya no recurre al inmenso repertorio de agravios existentes y de extracción ancestral en castellano que prevalecen entre nosotros. Hoy en día la verdadera ofensa, dolorosa e hiriente, se produce cuando cualquier paisano le grita al otro: ¡Diputado!, o bien, ¡Senador!, antes de llegar a las manos para arreglar "civilizadamente" las diferencias. Si en un pleito callejero uno de los contendientes llamara al otro: ¡Funcionario público!, el conflicto entre ambos tendría que dirimirse forzosamente en un duelo en Chapultepec, al pie del Cerro del Chapulín, al amanecer y con la obligatoria presencia de los padrinos y testigos vestidos de rigurosa etiqueta. La defensa del honor es una prioridad incontrovertible. ¿Diputado? ¡Escojamos pistolas...!
Es tal el desprestigio de la clase política que si se desea escarnecer a un paisano basta agredirlo con un sonoro: ¡Perredista!, ya sin tratar de remontarse a escrutar su árbol genealógico. Con tildarlo de perredista la dimensión de la injuria es de tal manera humillante y dolorosa que resulta inútil recurrir a otros calificativos para mortificar aún más a los implicados en el litigio. ¿Acaso una persona que pretende imponer su voluntad a cualquier precio pasando por encima de la ley y de las instituciones, violando pactos y acuerdos internos no se merece el título de ¡perredista!, sin que exista preocupación alguna de caer en cualquier tipo de difamación? ¡Perredista!, significa ser traidor al orden doméstico de su propio instituto para ya ni hablar de los intereses de la patria que intentan defender supuestamente dentro de un complejo tragicómico de indigenismo suicida. En otro orden de ideas, cuando se pretende etiquetar a un marrullero y tramposo, a un pillo que siempre entendió el tesoro público como botín personal, a un mapache-roba-urnas, resulta suficiente señalarlo como ¡Priísta! Eso es: es usted un ¡priísta! ¿Me escuchó...?
Cuando se intenta definir a un incapaz de gobernar, acostumbrado como estuvo por más de medio siglo a formar parte de la oposición y se desea degradarlo por inútil y tibio, un pusilánime temeroso de acometer proyectos históricos, entonces la injuria consiste en clasificarlo como ¡panista!, sí panista, el que también promete e incumple por impotencia; el bien intencionado que ante los fracasos, se resigna apaciblemente a la suprema voluntad del Creador: Él sabrá por qué lo hace... Sí, pero mientras tanto quien escuche el denuesto: ¡panista!, ya sabrá que le está encasillando como un buen hombre de Dios que levita y carece de la debida sustentación como para posar ambos pies sobre la faz de la tierra! ¿Soñador? ¡No!, ¡panista con toda la fuerza del vocablo... ¿Pequeño? ¡No, panista! ¿Insuficiente? ¡No! ¡Panista! ¡Panista! ¡Panista...!
Si alguna ofensa debe calar los huesos al escucharla es cuando un ciudadano tilda al otro de ¡petista! o, para rematar la injuria pronunciada rabiosamente desde un arma gutural de repetición: ¡Petista y además convergente!, para ya ni nombrar a los neoaliados o a los verdes que también han entendido la institución del partido político como la dorada oportunidad para lucrar económicamente con los recursos propiedad de la nación. ¿Quién no se enardece si en una reunión social o académica se le encasilla como ¡Verde!, un sinónimo de populismo ramplón que pretende la pena de muerte para los secuestradores cuando dichos coprófagos ni siquiera pueden ser aprehendidos por las fuerzas policíacas, las mismas que, fuera de las horas de oficina, integran las propias pandillas de delincuentes? Mejor instrumentar sin tardanza la pena de muerte para el Partido Verde, ¿no...? ¿Sabrán los verdes que el 90% o más de los delitos cometidos en el país permanecen impunes y aún así sugieren la pena de muerte, en lugar de proponer reformas al Poder Judicial y a la administración de justicia penal para atrapar antes que nada a los delincuentes? Sin embargo, su popularidad va en ascenso entre los ignorantes que desconocen la "buena suerte" de los delincuentes en el país en el que es posible lo imposible e imposible lo posible...
En resumen: si hoy en día se pretende ultrajar, agraviar, denostar, ofender, deshonrar a un tercero, basta llamarlo ¡Político!, o ¡Diputado!, o ¡Senador!, o ¡Perredista!, o ¡Priísta!, o ¡Panista...!, o ¡Petista y, además, convergente!, o ¡Neoaliado o Verde! En nuestros días ya no sólo se incurre en la deshonra y en la indignidad al robar o cometer cualquier ilícito, sino al actuar como cualquiera de los especímenes políticos que para la tragedia de México conducen los destinos de nuestro país.
A pesar de todo lo anterior votar en blanco es facilitar el acceso al poder de los sujetos más despreciables dentro de la escala de nuestros reconocimientos de valores políticos y administrativos. Votemos de blanco y no en blanco... Por lo pronto no hay otra opción...