1116 palabras
Ser buen médico significa poseer conocimientos y cuatro veces la letra H: humildad, honestidad, humanidad y humor. W. Osler
Siempre los confundía. Como gemelos que eran, se parecían como una gota de agua a la otra. Los dos siempre vestidos íntegra e impecablemente de blanco, altos, rubios y delgados. El paradigma perfecto de la urbanidad y refinamiento.
Dueños de un sentido del humor muy peculiar, consideraron la práctica profesional una oportunidad de hacer el bien y servir al prójimo. Conocían cabalmente que la actitud positiva representa el principio fundamental de la curación y procuraban siempre alentar a sus pacientes, continuando la añeja tradición terapéutica que alivia con solo apreciar la figura del galeno.
Egresados de las aulas de la Universidad de Yucatán, tuvieron ocasión repetidas veces de tener a su cargo cátedras diversas en las que generosos compartieron con su alumnado el inagotable venero de sus conocimientos, formándolos en los más avanzados progresos de la ciencia médica, pero sin dejar de proveerles la más alta calidad moral, derivada de su formación católica por excelencia, de la que hicieron gala, siendo honra y prez de su fe a lo largo de su dilatada trayectoria académica y profesional. Encargados de diversas áreas en su alma mater, se desempeñaron siempre con atingencia, preocupándose por alentar la excelencia en lo concerniente a su encargo. Fundadores y miembros de diversas sociedades médicas y científicas, practicaron siempre el culto al estudio, manteniéndose en constante actualización, sin que permitieran que la aridez de los tópicos o la barrera del idioma se constituyeran en valladares insalvables.
En casa, por así decirlo, su palabra adquiría ribetes de dogma de fe. Sus instrucciones se seguían a pies juntillas y jamás eran cuestionadas. Si el remedio era prescrito por cualquiera de los doctores Laviada tenía que ser infalible, casi milagroso y efectivamente, así era.
Médicos forjados al modo antiguo, se preocupaban al mil por ciento por la mejoría del enfermo, visitando a domicilio, sin que ello significara hacer más oneroso el tratamiento. Me consta. Estuvieron al pie del cañón en la desigual batalla que mis abuelos Nicasio y Manuel libraron contra el cáncer y en las que sucumbieron ambos: más pronto uno y más tarde el otro, sin que hubiera menoscabo, ni fuera óbice, para tildar de fantástica la labor que desempeñaron ambos, echando mano de todos los recursos que mantenía disponible su arte en el magín.
Cristianos ejemplares, destacaron por su altruismo y don de gente. Nadie puede ser capaz de poner en tela de juicio sus acrisoladas virtudes y el humanismo que regía sus existencias. Fueron faro y guía de múltiples asociaciones pías, en las que sobresalió su ejemplo. Compartieron con nuestro dilecto amigo, el padre Pastor Escalante Marín, horas de amena charla, chispazos de buen humor (y es que al respecto, los tres se daban un quien vive con el más pintado, pues afirmaban que los formalismos eran impropios de la condición humana) y obviamente el cuidado debido a la salud de nuestro buen dómine espiritual.
Recibieron multitud de homenajes y testimonios de gratitud de parte de tirios y troyanos: de quienes tuvieron en suerte ser atendidos por ellos, de su alumnado y por supuesto de la comunidad científica y de sus vecinos, que les dispensaban las más altas consideraciones y generalizada estima. La sociedad yucateca se honró en el año 2000 otorgándoles la Medalla Yucatán, en un acto de elemental justicia por todas sus aportaciones en los campos de su actividad.
Generaron cualquier cantidad de anécdotas en la localidad merced a la puntada de adoptar en la familia connotado cocodrilo de sexualidad confusa. De suerte tal, que tras llamarse inicialmente Tutankamón, concluyó por denominarse Nefertiti, ante la muestra inequívoca de su ovípara femineidad, lo que constituyó además un caso único en los anales de la historia, pues hasta donde tengo noticia, no se ha dado nunca más la existencia de un saurio semejante, con talante doméstico (del que tenían primordialmente que obtener autorización y beneplácito, quienes visitaban su hogar para acceder sin sobresaltos) y poseedor amén de todo lo anterior, de patronímico: Laviada, como el resto de la progenie. El episodio de la fuga de Nefertiti de su morada, para ir a retozar en la laguna formada en plena calle 61 con motivo de las copiosas precipitaciones de entonces y su rescate posterior (con la consabida reprimenda y rosario de admoniciones y escobazos de doña Fausta, en medio de una salva de aplausos del público presente) mantiene hoy día dimensiones epopéyicas.
Su buen ejemplo fructificó con el obsequio hecho al creador en la persona del presbítero Jorge Laviada Molina, heredero del pródigo caudal de espiritualidad y con la continuación de su quehacer médico, en la persona del Doctor Hugo Laviada Molina. No omito manifestar que he citado a ambos, por ser casos paradigmáticos de la impronta impostada por sus señores padre y tío. Empero, toda su apreciable familia son gente de bien y que goza de mi invariable gratitud y reconocimiento, pues les soy a los doctores Laviada, deudor nada más y nada menos que de la vida de mi madre.
Los doctores Eduardo y Antonio Laviada Arrigunaga son prueba fiel, de que no sirve acumular conocimientos, si se carece de formación moral y no se practican valores, a lo largo de la trayectoria profesional y humana. Ambos hicieron de su profesión, un reflejo constante de la validez de la prédica cristiana. Por tanto, nuestra entidad sufrió una pérdida sensible con el deceso del doctor Eduardo (suponemos lo que sintió su hermano y compañero de toda la vida, a quien externamos nuestra solidaridad y apoyo), pero quedó su ejemplo a imitar y la estela brillante del rumbo que ambos señalaron, como el mítico nauta de la antigüedad, seguro de coronar su misión por el éxito.
Loor por siempre a los Doctores Laviada, orgullo perenne de Yucatán. Ojalá alguien en la universidad, tuviera el buen tino de bautizar con su nombre la facultad del ramo. Esperemos sea recogido el guante.