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Guillermo Barrera Fernández
Me llama poderosamente la atención que atravesando circunstancias tan especialmente complicadas en nuestro país, a ejemplo de los fiesteros de pueblo, estemos dispuestos a echar la casa por la ventana para conmemorar los doscientos años del inicio de la independencia nacional (¿?) y el centenario del inicio de la revolución mexicana (¿?).
Primeramente me indigna, que teniendo nuestra población tantas carencias, estemos dispuestos a erogar en una frenética borrachera nacional, buena cantidad de recursos que indudablemente podrían canalizarse y ser de más utilidad en otros rubros como salud, educación o seguridad. No obstante, como buenos mexicanos la fiesta es primero. No vaya a ser que nos tachen de emisarios del pasado o de poco patriotas por negarnos al dispendio.
No estoy muy al tanto, pero debido a los dichosos festejos, entiendo que en un solo día, se emplearán más de siete mil millones de pesos para sufragar alguno de los eventos conmemorativos. Ignoro si será por concepto de pirotecnia, para pagar algún moderno espectáculo multimedia o para sufragar los honorarios del ídolo del momento del populacho o de alguna actricilla o tonadillera, cuyo mérito principal sea presentarse ligera de ropa y vomitar cualquier cantidad de barbaridades, que pongan al multicéfalo al borde del paroxismo.
Francamente todo esto me da risa. Me parece un absurdo, porque nada hay que festejar. Comencemos por recordar que Miguel Hidalgo en su vida pensó en independizarnos de España, toda vez que en el grito de Dolores vitoreó a Fernando VII y si bien lanzó invectivas contra los gachupines, ello se justificaba merced al abusivo acopio de las posiciones de relevancia del que hacían gala los peninsulares. Hidalgo quizá pretendió conquistar cierta autonomía, pero es más que claro que jamás pensó en independencia, como si hizo Morelos, a quien con justicia podemos denominar el iniciador del movimiento independentista en nuestra patria. Y aunque le provoque chorrillo a los masones y los historiadores oficialistas, gústeles o no, el consumador de la independencia nacional y por méritos propios libertador de los españoles, se llama Agustín de Iturbide y era conservador y católico. Y aquí es fuerza reconocer las cosas tal cual son y no como nos gustaría que fueran. No se puede reescribir a voluntad la realidad de los sucesos, por más que algunos se empeñen absurdamente en distorsionar y falsear lo acaecido, como por años ocurrió en México.
Por otro lado, respecto a la revolución, esta nunca existió. Principiemos por decir que nació muerta, toda vez que su iniciador era un burgués y no gente integrante del pueblo llano, que involucró la participación y el concurso de una sarta de oportunistas (es el adjetivo más generoso que puedo darles) y en contrario sensu, el descrédito y baldón indebidos para uno de los más grandes defensores de nuestra patria y nacionalidad: Porfirio Díaz, que conforme transcurre el tiempo, vamos descubriendo que no era tan malo como nos lo han pintado, sino todo lo contrario. Continuemos aseverando que la revolución no fue sino una lucha de facciones que encarnizadamente se disputaron el poder y a los que no guiaba el amor a la patria en lo más mínimo sino el afán de lucro, dado que no hubo caudillo que no se enriqueciera de la manera más ofensiva y escandalosa y concluyamos, percatándonos que a los grandes agraviados que vivieron y viven en nuestro país, de muy poco (si no es que de nada) les ha servido (a no ser que nos parezca válido manipular al pueblo de manera clientelar con motivo de la celebración de los comicios, conducta cíclica puesta en boga en el sistema político mexicano y asimilada admirablemente al interior de los partidos políticos). Veamos quienes fueron los protagonistas: Madero, un idealista burgués, bien intencionado que se trastornó con sus lecturas del Baghavad Ghita y su vegetarianismo, honrado pero con ingenuidad rayana en la estupidez. Con la vida pagó sus errores y por ello es digno de respeto aunque no se comparta ni comprenda su visión. Villa, un cuatrero, asesino, violador, roba vacas e ignorante. Sus ideales valieron la hacienda de Canutillo que le obsequiaron como pago del gobierno a sus servicios (o sea, le hizo justicia la revolución), Zapata, un borracho, analfabeta y zafio, de claras tendencias homosexuales con su antiguo amo, Ignacio de la Torre y Mier, por más señas yerno de Porfirio Díaz y connotado homosexual de la época, el único hacendado morelense cuyos bienes nunca afectó. Sus ideales también se pagaron con tierras. Carranza, un oportunista, reyista inicialmente, tibio partidario de Madero después, convenenciero y caracterizado por sus largas uñas (en la época a los constitucionalistas se les llamaba consusuñaslistas y el sinónimo de robar era carrancear. Aleccionador, ¿verdad?), Obregón y Calles, dos claros ejemplos del medio pelo burocrático, dispuestos a cualquier vileza para satisfacer sus intereses y peor aun, enemigos declarados del catolicismo y de la Iglesia (especialmente Calles que vaya que hizo daño, porque de Obregón, gracias a Dios, nos libró León Toral). Tras lo anterior, tras la maraña de mentiras que nos plantea que la revolución fue la panacea para nuestro país y casi el paraíso (oh Spota), podemos entender porque estamos tan mal. Porque todo lo que se funda en falsedades, tarde o temprano, inevitablemente se derrumba. No cerremos los ojos a la inevitable realidad. Cuando aceptemos la verdad de los hechos, probablemente podamos entender que no somos lo que decimos y quizá entonces, podamos darnos a la tarea de construir una patria y una nación, fundada en realidades y no en patrañas. Invito a los lectores a hacer presión a nuestros representantes en todo nivel de gobierno, primero para reorientar los recursos destinados a estos inútiles festejos y posteriormente, para exigir que los mexicanos tengan acceso a la verdad de los hechos, suspendiendo por ende, festividades tan onerosas como inútiles. No lo olvidemos: tan sólo la verdad nos hará libres.