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Dos estrellas y media
Si aplicamos la teoría del eterno retorno ("todo vuelve a su origen") a la hipótesis evolutiva de Charles Darwin podríamos suponer que en algún punto el hombre llegará al límite de su desarrollo, y empezará una curva de retroceso que lo conducirá nuevamente a su condición simiesca. Pues quizá ya comenzamos el camino de vuelta y no nos hemos dado cuenta. Esta idea salta a partir del visionado de "El planeta de los simios. R-evolución" (Rise of the planet of the apes, 2011).
La cinematografía, cada vez más primitiva, parece ya no ser capaz de producir ideas frescas y tiene que recurrir a remakes y secuelas. El filme clásico de 1968, dirigido por Franklin J. Schaffner y protagonizado por Charlton Heston, sirve de pueril inspiración a esta precuela (historia previa). Pero poco tiene que ver esta nueva cinta con aquella crítica a la intolerancia humana y la crueldad animal.
En 1968, Hollywood aún no sucumbía al barroquismo digital y la creación de mundos y personajes fantásticos estaba en manos de genios creativos especializados en materializar los sueños del guionista. Haciendo las debidas —y obligatorias— comparaciones, los convincentes maquillajes de John Chambers eran un derroche de agudeza que, a pesar de tener más de 40 años de haberse realizado, aún mantienen vigencia.
El problema actual es que la adicción a los ordenadores ha impuesto fechas de caducidad bastante cortas a las películas contemporáneas. Es un hecho que los efectos digitales envejecen a la misma velocidad del software que los crea; por ello es muy peligroso aplicarlos arbitrariamente. A lo largo de su historia, Hollywood siempre se ha engolosinado con la tecnología, recordemos los abusos cometidos en los años 30 y 40 con respecto al sonido. Tuvieron que ser los rusos los que les explicaran que el audio podía tener usos artísticos (contrapuntos, atmósfera) y que también era necesario que los actores se callaran un poco. "El silencio es una fuerza dramática" propuso Sergei Eisenstein ante el exceso de diálogos en el cine anglosajón de aquella época.
Siguiendo la teoría del eterno retorno, vivimos un período similar donde un simple recurso técnico se ha vuelto el cimiento más importante de cualquier producción. Al ver "El planeta de los simios. R-evolución" uno se pregunta ¿Realmente era necesario crear monos por computadora? ¿Vale la pena sacrificar la verosimilitud de la imagen? ¿Para qué poner a un actor —Andy Serkis— a interpretar a un mono y luego digitalizarle? ¿Se habrán muerto todos los maquillistas y entrenadores de animales?
Este filme, dirigido por Rupert Wyatt, no sólo padece los bemoles de sus hologramas peludos sino que el diseño de los mismos está hecho con ingenuidad y termina jugando en contra de su propia trama: Will Rodman (James Franco) es un científico que busca una cura para el Alzheimer y realiza pruebas en chimpancés. La creación de un virus con la capacidad de regenerar el cerebro y mejorar la inteligencia, provoca la aparición de César, un mono superdotado que se convierte en la mascota de Will. Con el paso de los años, la inteligencia de César lo vuelve peligroso para la raza humana.
El argumento enfrenta problemas de ritmo precisamente por la ingenuidad digital con la que el computarizado César fue diseñado. En sus primeros minutos, aparece una escena elíptica donde vemos como César se transforma en un mono adulto, pero se comete la bobería de agregarle gestos malévolos al personaje —solo les faltó ponerle un parche en un ojo. La maldad del chango es demasiado obvia para los espectadores —por supuesto los únicos ciegos son los protagonistas. El gran inconveniente es que transcurre demasiado tiempo para llegar al momento en que César decide declarar la guerra a los humanos. Una trama que se hace evidente desde el inicio y no ofrece giros argumentales de interés es como lanzarse de un avión sin paracaídas.
La falta de sorpresa pudo haberse solventado con un desarrollo interesante e inteligente donde siguiéramos el proceso de descomposición moral de César hasta erigirse como el gran villano de la historia. Pero los escritores no logran llegar a dimensiones más complejas y se quedan en una zona de confort plagada de obviedades y reiteraciones. Por ejemplo: decir la premisa —que ya ha quedado claramente establecida— en un diálogo, "estás jugando con cosas que no puedes controlar" dice la novia de Will al hablar sobre los experimentos en simios. Otra redundancia es la escena donde Will mira un libro sobre Julio César —el conquistador romano— y saca de entre sus hojas una foto de César para remarcarnos el paralelismo.
"El planeta de los simios. R-evolución" repite lo que ya quedó claro, creyendo que los espectadores somos primates subdesarrollados a los que les cuesta trabajo entender las cosas. Pero al final, las cualidades simiescas terminan recayendo en sus realizadores, pues los puntos de mayor interés como la corrupción, la ambición desmedida y la falta de ética en la industria farmacéutica, quedan relegados a pequeños subtemas que no desarrollan. Los esfuerzos literarios se desperdician en una trama evidente sobre cómo los monos conquistaron la tierra y deja pasar situaciones más poderosas como el triángulo afectivo entre Will, su padre y César.
Considero además que esta película encierra una premisa todavía más preocupante "La inteligencia produce individuos insatisfechos". Para no contribuir con la insatisfacción mundial, las historias han dejado de narrarse con la sutileza de 1968. En este hiperdigitalizado 2011, donde abunda la obviedad recalcitrante, la teoría del eterno retorno ya no suena tan descabellada.
Lo mejor: la cinta tiene buenos momentos durante la primera hora de metraje, se plantean temas ciertos temas de interés que cuestionan la ética de la industria farmacéutica.
Lo peor: la trama principal es demasiado predecible —esa es la mayor dificultad al hacer una precuela— y ver a Tom Felton repitiendo su papel de Draco Malfoy solo que en vez de hacerle maldades a los alumnos de Hogwarts se las hace a los monos.