MADRID, España, 18 de junio.- Felipe VI lleva la Corona pero no tiene súbditos. Sube al trono de un país que pide regeneración, justicia igual para todos, una reforma de la casa común y, sobre todo, limpieza. Él debe ser el primer ejemplo.

Felipe VI sube al trono de España en una época convulsa, amarga, de gentes decepcionadas y hastiadas. La puerta de su reinado se abre y el paisaje es oscuro. No hay cuento de hadas, sólo problemas, incógnitas, desafíos por resolver. Y él tiene pocas armas: apenas su ejemplo y su palabra. Utilizarlas con habilidad, con sensatez, con honestidad y con valentía será su primer reto. Pero hay más: el desafío territorial y la cohesión del Estado, la reforma de sus instituciones incluida posiblemente la propia Constitución, la regeneración democrática, la creciente desigualdad fruto en buena medida de la crisis, el desafecto al sistema y a la propia Corona y, además, ser el más alto exponente de la "marca España" en el mundo.

Se abre la cesta y está llena de cerezas; se tira de una y salen todas encadenadas. El futuro para el nuevo Rey está sembrado de retos.

Y el primero, por inminente, será el territorial. Felipe VI tiene previsto dedicar el verano a recorrer España. Excelente decisión. No hay nada mejor que conocer los problemas y las aspiraciones de los ciudadanos de primera mano. Una de sus paradas obligadas, quizá la más necesaria y difícil, será en Cataluña.

Tiene poco tiempo y escaso margen de maniobra. La cuestión catalana se ha dejado pudrir y se presenta a la mesa como un plato envenenado para el nuevo Rey.

La fecha está marcada en rojo en el calendario —el 9 de noviembre—, y el reloj no se detiene. Falta diálogo, sobran amenazas y desplantes. No hay por el momento ni un solo atisbo de voluntad reconciliadora. Ése es el desafío de Felipe VI: allanar el camino para la conversación y el entendimiento.

El referéndum que ha convocado Artur Mas no cabe en la Constitución y al Rey es al primero que le toca defenderla, presentarla como la casa común, acogedora y confortable. La casa en la que todos caben, que se puede reformar pero que debe mantener las vigas y los muros maestros. Lo contrario, implicaría el riesgo de derrumbe y el país no está para más grietas ni agujeros.

Su 23-F particular

Hay quien asegura que el problema catalán será su 23-F particular. A Felipe VI le toca demostrar que puede ser el Monarca que represente a todos los españoles y a los catalanes, también.

¿Podrá el Rey insuflar la ilusión necesaria que permita un nuevo comienzo? ¿Sabrá abrir los cauces para que Mas y Rajoy bajen de sus alturas y se sienten a hablar? Al Rey no le corresponde tomar decisiones, sólo facilitar, arbitrar, escuchar y también acoger.

La iniciativa debe partir del presidente del Gobierno y hoy por hoy Mariano Rajoy permanece inmóvil. Y del lado contrario, Artur Mas, aparece preso de su propio desafío, acosado por los suyos, sin vías de escape ni espacio, y quizá tampoco voluntad, para virar. Difícil problema el de Cataluña porque apunta directo a la esencia del Estado y amenaza con su quiebra.

Y tras él, agazapado pero ya visible, asoma el País Vasco. Las tensiones territoriales se han recrudecido y agravan seriamente la cohesión de una nación que padece de muchos otros males, la mayoría nacidos de los largos años de crisis, que carcomen el cemento de sus ladrillos.

España es una, indisoluble, según la Carta Magna, pero diversa. Un país así no necesita un uniforme sino el pegamento de la solidaridad territorial. A Felipe VI le corresponde trasladar este mensaje porque él es el símbolo de la unidad y permanencia de la nación.

Quizá ante este panorama sea necesario proceder a una revisión de las reglas del juego, de las normas comunes. La reforma de la Constitución que desde la oposición se reclama con insistencia no debe rechazarse sin más. Por el momento el Gobierno se resiste porque para un Ejecutivo centrado casi en exclusiva en superar la gravísima crisis económica, un proceso negociador de tal magnitud no es sino una distracción que puede dar al traste con todos los esfuerzos. Felipe VI no debe permanecer sordo. El clamor existe. Probablemente su papel consista en ir propiciando terrenos de consenso, abrir cauces de entendimiento y facilitar encuentros insospechados capaces de diseñar un terreno para el cambio. Su padre lo hizo para impulsar el arriesgado tránsito de la dictadura a la democracia. Juan Carlos I fue osado, abrió horizontes y descubrió un país dispuesto a la pluralidad y al progreso, que pedía igualdad de oportunidades, libertad y honradez.

Recuperar a los jóvenes

Ahora, el desafecto de los españoles hacia las instituciones es grande. La crisis económica ha roto demasiadas cosas y una de ellas es la confianza hacia el sistema. La corrupción en las élites políticas y económicas, incluido el círculo que rodea a la propia Corona, ha desatado una ola de indignación entre los ciudadanos hartos de cargar con el fardo de los sacrificios, de comprobar cómo se agranda la brecha entre ricos y pobres y cómo se estrecha el camino de las oportunidades. Trabajar con empeño por los jóvenes, agitar conciencias y apostar por los emprendedores, tiene que ser parte imprescindible de su discurso.

Felipe VI ha de ser un Rey austero, los españoles no entenderían otra cosa. Lleva la Corona pero no tiene súbditos; él debe ser el máximo ejemplo de moderación y honradez. La institución que encarna no puede ocultar basura bajo las alfombras ni tapar desconchones con trampantojos.

Aunque en este terreno comienza con buen pie, la labor para recuperar el prestigio que la Monarquía ha perdido en los últimos años, especialmente entre los más jóvenes, será ingente. La distancia, cuando no el enfrentamiento, que ha mantenido en relación con el turbio "caso Nóos" que afecta de lleno a su propia hermana, juega a su favor a ojos de los ciudadanos. Pero hace falta mucho más. De él se espera que se ponga indubitadamente del lado de la regeneración democrática, de la transparencia y la limpieza de la vida pública, de la justicia igual para todos y de la honestidad a carta cabal.

Marca España

Y a todo esto, el Rey debe sumar una última prueba. Para ésta sí ha sido preparado a conciencia. Ha de ser el más alto representante de la marca España en el mundo. Su labor de representación será insustituible. Su padre, Juan Carlos I, es un excelente ejemplo y le ha allanado el camino. Alentar el trabajo de las empresas en el exterior, ayudarles a abrir puertas y superar obstáculos, ser su primer valedor. Se trata de un servicio al país impagable que debe extenderse además a los ámbitos políticos, en defensa de los intereses del país, del respeto a los derechos humanos y de la democracia. Los valores de España en el siglo XXI. (Marisa Cruz)