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El dinero es el centro en torno al cual giran todas las relaciones de las personas en la época actual y desde que se inventó la agricultura, la primera revolución social de la humanidad. El suceso se dio hace diez mil años. No nos confundamos con esta cifra.
Todas las civilizaciones humanas se han levantado y han caído dentro de este período de 10 mil años, que comienza cuando decidimos cultivar pedazos de tierra, mismos que comenzaron a ser propiedad privada —primero que nada, de quienes la trabajaron.
La vida no fue siempre algo que giró en torno al dinero. ¡No, nada qué ver! Debemos estar conscientes de esta verdad, porque si no la comprendemos en su justa dimensión, jamás captaremos el verdadero sentido de lo que hoy debemos cambiar.
Antes las cosas eran muy diferentes. O sea, antes de la agricultura. ¿Por qué? Porque nadie se preocupaba como hoy, por medir cuánto había hecho cada uno por los demás. A ver, ¿qué estoy diciendo? Que hoy estamos todos obsesionados por medir qué es lo que los demás han aportado por la sociedad.
Antes, ¡no, qué va! Antes las cosas eran tan diferentes. Antes de la agricultura y del concepto de la propiedad privada, los humanos vivimos sin los graves problemas que tenemos hoy.
Pero debemos entender cuál es ese antes. En realidad estamos hablando de los primeros 150 mil años. Durante los primeros 150 mil años, a partir del momento que nuestra especie apareció en su hábitat natural —una selva llena de todo tipo de plantas— vivimos en una situación de diversión constante. Nadie estaba preocupado por medir qué había hecho el otro. Éramos realmente libres pero altamente conscientes en nuestra integración total a los grupos.
No, no había necesidad de cacería. Convivimos con las demás especies y probablemente nos divertimos mucho porque no teníamos limitaciones sexuales ni vivíamos en monogamia o en relaciones de uno con muchas, de una con muchos sino de todos y todas con todas y todos. Los hijos lo eran de todos y eran cuidados y atendidos y amados por todos y todas, porque todos sentían haber contribuido a la existencia de ellos.
Así nos la pasamos, muy a gusto, durante los primeros 150 mil años.
Por desgracia, hace 70 mil años, la explosión de un volcán dejó ceniza por más de 1000 años sobre lo que hoy es el Desierto del Sahara. En ese momento no era ni remotamente algo parecido a un desierto, sino otra otra región como estaba la Amazonia cuando la encontraron los europeos hace poco más de 500 años.
La catástrofe no tenía nada qué ver con que el mamífero con el cerebro más grande de la evolución con éxito —porque varias especies existieron antes, quizás con cerebros más grandes o iguales de grandes, que se extinguieron por defectos que el Homo sapiens sapiens logró superar— había aparecido y era necesario cuidarlo. ¿Quién nos iba a cuidar?
Hace 70 mil años un puñado de nuestros ancestros tomaron decisiones para sobrevivir. Y lo lograron. Salieron del desierto cubierto de cenizas estériles y divagaron en todas direcciones. Tuvieron éxito —por lo que vemos hoy— los que escogieron ir hacia el norte.
Entonces aprendieron a comer carne de otras especies animales, porque la tupida selva de su alimento natural —las plantas— se había quedado atrás. No encontraron las plantas para las cuales sus organismos habían aparecido evolucionados. Finalmente, hace diez mil años comenzaron a sembrar plantas que encontraban y con las que experimentaron, hasta lograr éxito.
Todas las grandes civilizaciones tuvieron como base monocultivos que proveían la energía necesaria para el cerebro humano continuase funcionando con eficiencia. No puedo estar de acuerdo ni en un ápice con la especulación que dictamina que el cerebro humano creció gracias que comimos carne. Nada más tonto. El cerebro no crece porque lo alimentes. El cerebro es producto de la determinación genética y el ambiente —la alimentación que se le da— solo puede ayudarlo a funcionar o perjudicarlo. Y el cerebro humano requiere, para funcionar bien, carbohidratos.
Todos los monocultivos fueron ricos precisamente en carbohidratos: trigo, maíx, frijol, arroz, papa y las variedades logradas durante años de experimentación.
Se argumenta —y con razón evidente— que las civilizaciones son las que han hecho posible el progreso tecnológico que hemos logrado hasta el día de hoy. Eso es indiscutible.
Sin embargo, ¿cómo podemos saber qué habría sucedido si el fundamento de la relación entre los humanos no se hubiese concentrado en el dinero? La concentración en el dinero surge como consecuencia de la terca actitud de tratar de resolver todo en base al equilibrio entre lo que cada uno aportara a la comunidad.
Sin embargo, el modelo tiene un grave defecto: no puede garantizar pleno empleo. No hay manera. Se vive en un albur constante, que solo provoca una incertidumbre latente en todos los miembros de todas las sociedades, a todos los niveles, a lo largo de los diez mil años de “civilización” que han transcurrido.
No se discute el éxito en el progreso que se logró. Pero no se puede argumentar que se sabe que no habría sido posible sin el Modelo del Dinero. De hecho, lo que estamos viendo hoy es que cosas muy importantes, que requieren participación de miles de personas, no se pueden hacer porque “no hay dinero”.
Uno se pregunta: “Si allí está la gente, allá están los recursos, allá está todo lo que se necesita, ¿por qué tenemos que encontrar dinero para resolver el asunto?”
Eso es precisamente el grave desatino —grave pecado— del Modelo del Dinero: impide que las cosas se hagan porque el dinero no está disponible para el proyecto en cuestión. Y esto es así aún cuando ese proyecto será a favor de una mejor vida para todos.
Para acabar con el “Modelo del Dinero” necesitamos organizarnos y hacer una revolución verdadera. Es decir, una acción que desemboque en un cambio total de la forma en que nos relacionamos como coespecímenes y en la forma en que funcionamos para aportarle a la sociedad nuestros méritos y valores personales.
La revolución verdadera tendría como contenido la libertad total, limitada solo por la libertad de los demás, que también es total —aunque la forma de expresarlo parezca una contradicción, analízalo y notarás que nada se contradice en la idea.
Jamás cultura alguna de las de los diez mil años —que esperemos esté concluyendo ahora, cuando ya nos damos cuenta del mal— representó el ambiente perfecto para que el humano viva en armonía consigo mismo, con la naturaleza, con su naturaleza y en un ambiente de franca camaradería humana en las relaciones con los demás, de su mismo o diferente género.
La constante ha sido “falta de libertad”. El humano hace lo que hace porque necesita dinero para poder sobrevivir. No hace trabajos porque los disfrute —quizás con muy contadas excepciones— sino porque requiere hacerlos, o de lo contrario no podrá justificar su derecho al alimento y bienes que los demás están produciendo.
Justificar el derecho a comer, a vivir, a beber agua, a dormir. A ver, ¿cómo está esto? ¿Cómo hemos podido llegar al punto en el que nacemos sin derecho a vivir? No tiene sentido lo que hemos “logrado”. Es una aberración. Nos hemos olvidado del fenómeno único de la vida y nos hemos concentrado en el fenómeno inventado por nosotros en ambientes de escasez psico-histórica de cuidar minuciosamente el cumplimiento del equilibrio de lo que cada individuo aporta para tener derecho a comer y demás.
Pero el Modelo del Dinero, que parece haber funcionado tan bien, es el que ha logrado la formación de áreas de individuos cargados de dinero, mismo que no volvió a circular, y millones de individuos carecen de dinero y, por lo tanto, de alguna forma de conquistar la libertad.
Así es. Y si no te gusta hacer nada, ¡te quedas sin hacerlo por propia decisión! Sin embargo, debes poder encontrar tu sustento entre los demás sin problema alguno, porque lo que los demás producen —especialmente hoy, en 2013-14— es siempre mucho más de lo que el conjunto del conglomerado que lo produce, puede consumir o desea consumir.
Mencionar hoy que el humano puede convertirse en un ser profundamente trabajador por propia voluntad, es casi como lanzar un insulto comunal. “¿Cómo puede alguien atreverse a señalar semejante tontería?”
Los que trabajan haciendo lo que quieren, lo hacen mejor, más rápido y más creativamente. En pocas palabras, son gente que logra la combinación existencial perfecta: involucrarse en hacer cotidianamente lo que uno realmente desea.
No puede concluir esto aquí. Claro que continuará.