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(Por Guillermo D. Olmo, de ABC).- El 22 de noviembre de 1963, John Fitzgerald Kennedy se convertía en el cuarto presidente de los Estados Unidos en morir asesinado. Las balas disparadas por Lee Harvey Oswald abatieron al líder y erigieron el mito. Su muerte prematura e impactante, su encanto personal y su seductora retórica lo hicieron pasar a la posteridad como «el James Dean de la política». En un mundo aterrado por el pulso entre Estados Unidos y la URSS y la permanente amenaza de un holocausto nuclear, Kennedy y su discurso filantrópico supusieron un soplo de esperanza. El joven líder del «mundo libre» encarnaba un bello sueño en los años del miedo. Pero, ¿de verdad era así? ¿Era Kennedy un idealista al que le impidieron cambiar el mundo o tan solo un estadista tan pragmático como todos los demas? Esa es la dicotomía en la que llevan años enzarzados todos los que se aproximan a su escurridiza figura.
Su traumática desaparición, sobre la que se han vertido ríos de tinta y las más exóticas teorías, no hizo sino acrecentar el aura legendaria de Kennedy. Ya a los pocos días de su muerte, The New Yorker salía con un editorial que perfilaba el estereotipo que pasó a la posteridad: «El presidente Kennedy era, sobre todo, un hombre de razón, pero cuando la bala del asesino le ha alcanzado parece haber pasado a encarnar la fuerza misma de la razón, abatida por las fuerzas salvajes e incontrolables del caos». Artículos como este y las biografías que al poco de su muerte publicaron algunos de sus más cercanos colaboradores consagraron la imagen del mártir víctima de oscuras y poderosas fuerzas opuestas a sus nobles propósitos.
Esta visión haría fortuna. En el año 1991, el éxito de la película “JFK”, de Oliver Stone, le daba renovados bríos y presentaba el magnicidio de Dallas como fruto de un complot de estamentos militares para derrocar a un dirigente comprometido con la paz mundial y no con los intereses de la industria armamentística.
Pero, aunque el mito se consolida póstumamente, se fragua ya en los años de vida del líder caído. La obesión por su imagen pública del presidente, la maestría en su relación con los periodistas y en el manejo del incipiente medio televisivo, con el que se cuela en los hogares de medio mundo, permiten al historiador francés André Kaspi afirmar que «el inventor del mito Kennedy fue el propio Kennedy».
Salvador Rus, profesor español que acaba de publicar un estudio sobre los discursos kennedyanos, lo corrobora: “He visto cientos de fotografías de John Kennedy y en ninguna sale con el nudo de la corbata mal hecho ni con gafas para su miopía”.
JFK siempre comparece impecable y atractivo. Además, como asegura Rus, “sabe qué decir en cada momento y cómo decirlo”. Su carisma queda patente en la rendida admiración de quien fuera uno de sus más leales asesores, Theodore Sorensen, que dijo de él que: “era joven, guapo, lleno de glamour, rico, un héroe de guerra, un graduado de Harvard” . Sorensen remataba el panegírico: “El hombre era más grande que su leyenda. Su vida y no su muerte es lo que ha creado su grandeza”.
La pesadilla de Vietnam
Para descubrir si Sorensen estaba en lo cierto o si, como han señalado otros autores, bajo el encanto del presidente se escondía en realidad un lobo de afilados colmillos, es necesario repasar los hechos de su abruptamente interrumpido mandato. Uno de sus hitos principales es el inicio de la guerra de Vietnam. En la película de Stone se apuntaba que Kennedy pretendía retirar la presencia militar estadounidense en el sudeste asiáticco como consecuencia lógica de sus irreductibles convicciones pacifistas, que a la postre le habrían costado la vida. Pero lo cierto es que hay datos suficientes para dudar de esta versión. Como puso de manifiesto Noam Chomsky en su demoledor ensayo “Repensando Camelot”, el presupuesto militar de los Estados Unidos se incrementó en 900, 000 millones de dólares durante el trienio 1960-1963. Gran parte de ese dinero se destinó a reforzar el arsenal nuclear, del que Richard Nixon aseguró que en ese periodo era superior al soviético en una proporción de 17 a uno.
Por otra parte, es precisamente la administración Kennedy la que inicia el envío a gran escala de tropas a la selvas vietnamitas. Su antecesor en el cargo, Dwight D. Eisenhower, había expresado que sería una catástrofe que esa castigada región quedara bajo la influencia de Moscú o de Pekín y no de occidente. La política de JFK parece concordar con esa visión y con lo que prometió en su celebrado discurso de investidura: “Pagaremos cualquier precio, asumiremos cualquier carga, nos enfrentaremos a cualquier contingencia por dura que sea, apoyaremos a cualquier amigo, nos opondremos a cualquier adversario para que prevalezca la libertad”.
Salvador Rus cree que la decisión de Kennedy de intervenir en Vietnam fue consecuencia de la falta de respuesta de la comunidad internacional: “Kennedy siempre buscó una solución pacífica a los conflictos. Lo hizo en Berlín, lo hizo con de los misiles cubanos, pero en Vietnam no la encontró”.
La crisis cubana es otro de los grandes hitos de su presidencia y otro de los episodios que han alimentado su crédito histórico. Después de trece días, en los que el mundo contuvo el aliento al borde de la guerra definitiva entre las dos superpotencias, Kennedy y Kruschev alcanzaron un acuerdo para retirar las lanzaderas soviéticas desplegadas en la Cuba castrista. El acuerdo se atribuyó casi en exclusiva a la inteligencia y firmeza del presidente estadounidense, hasta el punto de que el “premier” británico Harold Macmillan aseguró que Kennedy “salvó la paz y el honor”, una lectura que obvia el papel también protagonista del líder soviético, porque, como recuerda Rus, “el acuerdo fue posible con Kruschev pero no lo hubiera sido con Stalin”.
Tampoco reparan los análisis de este tipo en el hecho de que, tras el tira y afloja entre Washington y Moscú, los Estados Unidos descartaron para siempre la posibilidad de invadir Cuba y derrocar a la dictadura castrista. Con su amenaza nuclear, Kruschev consiguió blindar un régimen comunista y hostil a pocas millas de las costas de Florida.
Cuba, blindada
Después de aquel episodio al filo del abismo ya nunca se acometió una tentativa como la de Bahía de Cochinos. Un año antes del incidente de los misiles, opositores anticastristas adiestrados y armados por la CIA desembarcaron en la isla. Fue una invasión fallida y chapucera, gestada en los años de Eisenhower y que, según la versión más extendida, Kennedy conoció sin decidirse a abortarla ni a apoyarla resueltamente. El asunto terminó estallándole en las manos a los pocos meses de llegar a la Casa Blanca. Todavía hoy se debate el grado de implicación de JFK en un episodio que se saldó con más de un centenar de muertos, pero como él mismo zanjó: «Yo soy el responsable del Gobierno y eso es irrebatible».
Así, como gobernante, es como creen los especialistas que hay estudiar su figura histórica y es así, despojándola de su parafernalia mítica, como emerge un hombre de estado revolucionario en su forma de comunicarse con los ciudadanos y decidido a rebajar la tensión con el bloque comunista, aunque no a cualquier precio. En definitiva, un dirigente convencido de que la tensión permanente con la potencia antagónica no beneficiaba en absoluto ni a su país ni a la humanidad, pero que nunca olvidó que su prioridad eran los intereses de los Estados Unidos y la defensa de su liderazgo mundial.