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La precariedad de las finanzas públicas de México —conocida y advertida desde antiguo tanto por el actual como por los anteriores secretarios de Hacienda— fue desnudada sin compasión por la recesion global, pero NO fue causada por la recesión.
De ahí que no haya ninguna contradicción entre dos hechos ciertos: 1. Ya pasó lo peor de la recesión y hay señales inequívocas de recuperación económica, y 2. Aún con la recuperación incipiente de la demanda mundial y local, nuestras finanzas públicas seguirán siendo precarias, como lo eran antes de la crisis global. Con un agravante: el plazo fatal para subsanar esa precariedad ya llegó.
De no corregirse habremos de hundirnos en una espiral de mediocridad —en el mejor de los casos— o en una quiebra fiscal, ésta sí, como es obvio, de origen interno.
La caída de los precios del petróleo no es ni signo ni causa de nuestra precariedad fiscal. Contribuyó al agravamiento de los síntomas, pero NO es la enfermedad.
La enfermedad —crónica y que los fatalistas se empeñan en imaginar incurable— es la dependencia fiscal de los recursos petroleros, aunada al hecho igualmente crónico de la ineficiencia del monopolio gubernamental petrolero. Los precios del petróleo podrán acaso recuperarse, de hecho ya se han recuperado a lo largo del año (de manera exagerada a mi juicio, pero eso es otro asunto), y la precariedad fiscal seguirá siendo tan grave como ahora.
En lo inmediato, ya se ha dicho, se cuenta con tres herramientas fiscales para atenuar el golpe (es decir: para subsanar el diferencial entre ingresos y gastos fiscales), que son: 1. Incrementar de forma permanente los ingresos fiscales no petroleros, 2. Disminuir significativamente —y también de forma permanente— el gasto del gobierno (o, mejor, de los gobiernos, incluyendo a los gobiernos locales y el gasto de otras entidades del Estado), y 3. Sólo como remedio temporal —esté sí relacionado con la recesión global que, al desplomar la actividad económica, ha impactado la recaudación de ingresos no petroleros— recurrir a un déficit fiscal, que es un remedio tan lleno de riesgos que debe administrarse con extrema cautela, con un plazo perentorio para convertir en menos de dos años el déficit en finanzas equilibradas o en superávit —mediante ahorros e ingresos extraordinarios destinados en su totalidad a la amortización de deuda pública.
De las tres herramientas tal vez la que prometa mejores resultados —y que, por lo tanto, debe emplearse a fondo— es la de disminuir permanentemente el gasto público y frenar su tendencia a expandirse muy por encima del crecimiento de la economía.
De hecho, una genuina reforma fiscal debe incluir como capítulo principal una reforma del ejercicio del gasto público con criterios de eficiencia. Costos contra beneficios medidos objetivamente y sin subterfugios retóricos.
La información crucial en cualquier estado de resultados es la línea final: la utilidad o la pérdida neta. Si se hiciese para cada operación del gobierno (en sus tres niveles) un auténtico estado de resultados, ¿qué arrojaría la línea final de cada uno de esos análisis?
En la mayoría de los casos tendríamos pérdidas, y en muchos de tales casos las pérdidas se nos mostrarían tan cuantiosas que la operación gubernamental tendría que cancelarse de inmediato y dejarla a la libre competencia de los particulares.
Si acaso por la naturaleza específica de la actividad gubernamental de la que estemos hablando —digamos, la procuración y administración de justiciap— parece desaconsejable dejarla en manos de empresas particulares, resulta claro que lo que debe hacerse es reformarla a fondo; es decir: darle una forma nueva (eso significa "reformar") que permita evaluarla con objetividad y con criterios similares a los que aplicamos a otras actividades en las que la asignación de recursos debe buscar la eficiencia. Y, ¿qué es la eficiencia? Obtener resultados cuyo valor sobrepase el valor original de los recursos empleados: un "producto" superior a la suma de los "insumos" invertidos.
Es decir, aunque les horrorice a los ideólogos de la "superioridad moral" de gobiernos y políticos, evaluar la actividad de los gobiernos y de todas las actividades sufragadas con recursos público con criterios económicos o "bussines-like".
Dirán de inmediato algunos que usar el símil con un estado de resultados es totalmente inapropiado. Desde tiempo inmemorial los creyentes en una presunta superioridad moral de los gobiernos sobre lo que motejan como "estrechez de miras" de los tecnócratas, han considerado sacrílego analizar la "noble" tarea de los gobiernos con herramientas de análisis financiero, propias —siguen diciendo— de la contabilidad de una tienda de abarrotes o de la frialdad —"insensibilidad social"— de los informes periódicos que los accionistas demandan a la administración de una empresa para ver cómo marcha el negocio. Presumen que la tarea de gobernar es tan sublime que evaluarla con criterios de eficiencia es tan inapropiado como ponerle precio al amor, a los buenos sentimientos o a los sentimientos religiosos.
Esas creencias en realidad son patrañas. Gobernar no es amar, ni rezar, ni ejercer la caridad.
¿En qué consiste la presunta y aplastante "superioridad moral" de los gobiernos sobre los prosaicos negocios? En una falacia o petición de principio (para usar la terminología de la lógica) que es la siguiente: "Los gobiernos son mejores moralmente que los negocios porque no buscan mezquinas utilidades, sino el beneficio de la colectividad, el bien común, el bienestar de las mayorías". Falacia que suele acompañarse de esta otra: "Quienes gobiernan, aspiran a gobernar o son funcionarios en un aparato gubernamental, no buscan su beneficio sino el del prójimo, a diferencia de quienes son accionistas, funcionarios o empleados de un emprendiemiento privado que invariablemente buscan prioritariamente su beneficio personal".
Desafío a cualquier téorico de la filosofía política o a cualquier experto en administración pública a demostrar racionalmente esas dos peticiones de principio. No podrá hacerlo por la simple razón de que son falsedades. Mitos ideológicos muy convenientes para quienes viven (vivimos) del erario, sea como burócratas, "representantes populares", técnicos, políticos profesionales o recipendarios de subsidios públicos, por ejemplo: personal administrativo y académico de universidades sustentadas con dinero de los contribuyentes.
Ojo, no estoy diciendo que sea de suyo inmoral o incorrecto que alguien se dedique a la política o trabaje en el llamado "sector público", simplemente estoy diciendo que al igual que cualquier otro trabajo (transformación de lo existente para obtener un valor agregado al que se tenía originalmente) los trabajos públicos y la actividad gubernamental en sí misma tienen que evaluarse con criterios de eficiencia igualmente rigurosos que aquellos con los que evaluamos las actividades privadas.
Ahora bien, si se debe reformar profundamente el gasto público en los tres niveles de gobierno para evaluarlo y ejercerlo con criterios de eficiencia económica esto nos conduce, inevitablemente, como sucedió en el caso de Nueva Zelanda durante la década de los años 90, a una auténtica reforma de la totalidad del gobierno. Incluso a un replanteamiento de lo que corresponde y de lo que no corresponde hacer al Estado.
Estoy cierto de que si a los administradores de entidades gubernamentales les exigimos llevar estados de resultados, semejantes a los de cualquier empresa que busca deliberadamente utilidades para sus accionistas, y se les advierte que de acuerdo con tales resultados se les evaluará, ellos mismos acabarán por desechar todo gasto superfluo e injustificado, porque estorbara al cumplimiento de las metas con las que serán evaluados y del que depende su permanencia en el puesto o la pérdida, por incompetencia, del mismo.
Nada más miope que ver la reordenación de los gobiernos y del Estado como un mero recorte de gastos. El recorte, urgente, de los gastos que son notoriamente improductivos habrá de darse de inmediato (el lector, estoy seguro, podrá mencionar de inmediato tres o cuatro secretarías de Estado y decenas de entidades gubernamentales totalmente prescindibles), pero la reforma debe ir aún más allá, para ser permanente y contribuir a la productividad total de la economía. La reforma debe ser reforma del gobierno en su esencia.