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Estamos conformes: en la democracia se gana o se pierde. Los resultados no siempre tienen que favorecernos para concluir que la democracia funciona... es más, creemos que es en el reconocimiento de la derrota donde, precisamente, se reconoce a los demócratas.
Sin embargo, sin socabar la validez —que no necesariamente la legitimidad— de los resultados que la pasada contienda electoral arrojó, valdría la pena preguntarnos si es ésta la democracia por la que suspiramos tantas veces durante las varias décadas de la dictadura perfecta.
Y no me refiero al retorno al pasado —que yo sinceramente no logro comprender. Eso parece algo "genético" en nosotros los mexicanos. Nuestra historia así lo demuestra: añorábamos a los "conservadores" cuando teníamos a los "liberales" y viceversa; ungimos a Santa Anna más de 10 veces después de haberlo corrido otras tantas; trajimos a Maximiliano porque extrañábamos la monarquía y lo quitamos para regresar a la República...
No, me refiero a los cuestionables mecanismos que, siempre dentro del marco de la democracia, los partidos utilizan; me refiero a la facciosa utilización de asuntos como la abstención o los votos nulos —que debieran de ser un tema de estudio y primerísima atención— como simples variables en las ecuaciones electoreras; me refiero a la imposibilidad de la sociedad civil para hacerse escuchar y representar; me refiero, en fin, al secuestro de la política por los partidos de todos los colores, que ha originado en gran sector de la población una inesperada decepción por la democracia.
¿Qué hacer entonces ante esta decepción democrática? Seguir ignorándola se traducirá en seguir validando triunfos de candidatos con cada vez menores porcentajes absolutos de votación —en estas elecciones, los ganadores con mayor votación habrán sido elegidos por sólo uno de cada cuatro potenciales electores— y, con ello, aumentará la desconfianza en nuestras autoridades y en las instituciones. El descrédito será más grande y el riesgo de, ahora sí, un Estado fallido, mayor.
Lo que hay que hacer, en mi humilde opinión, es encontrar la manera en que los ciudadanos recuperemos algunos espacios de decisión hoy monopolizados por los partidos, a fin de lograr que las reales aspiraciones ciudadanas se traduzcan en iniciativas y acciones de gobierno en nuestro beneficio. Es, en todo caso, cumplir con nuestra obligación como ciudadanos libres de participar en las grandes decisiones que nos competen a todos.
Lo anterior se dice y oye fácil, pero ¿cómo hacerlo?
Aunque Usted no lo crea, dentro de sus ocurrencias electorales algunos candidatos triunfadores se comprometieron ante notario a impulsar las figuras del plebiscito y el referéndum, recordémoselos pues en su momento y tomémosles la palabra. Pueden no ser por los que nosotros sufragamos, pero aún así esos diputados se deben a nosotros y a nosotros deben responder, no desfallezcamos entonces en nuestro deber de exigirles el cumplimiento de su palabra, que, Dios mediante, llevará la nuestra —la de todos los ciudadanos— a oirse fuerte y claro.
Lo que está en juego es, ni más ni menos, nuestro querido País. Es algo tan importante que no podemos dejarlo sólo en manos de los políticos... ¿o sí?