635 palabras
Mérida, Yucatán, México, 08 de abril de 2025
En México, muchas actividades productivas —particularmente en el sector primario— están sostenidas por personas que operan fuera del marco fiscal. Productores que, por razones históricas, culturales o simplemente por desconfianza en las instituciones, evitan integrarse al sistema tributario.
Venden en efectivo, sin facturas, sin RFC, sin registros. Y en lo inmediato, puede parecer que así “les va mejor”. Pero este comportamiento tiene consecuencias que van más allá de su esfera personal. Empresas formales, especialmente aquellas que exportan o están integradas en cadenas globales de valor, necesitan cumplir con estrictas normativas fiscales. Necesitan comprobar origen, rastreabilidad, deducibilidad. Necesitan comprar a quienes estén dentro del sistema, no fuera de él.
Aquí comienza el problema: muchas veces, esas empresas dependen de insumos o materias primas que solo están disponibles a través de estos productores informales. ¿Qué hacen entonces? Modifican sus sistemas. Crean intermediarios ficticios. Absorben costos extra. Adaptan procesos para lograr que lo informal parezca formal. Y cada ajuste cuesta tiempo, recursos, eficiencia.
En vez de avanzar hacia una economía más ordenada, moderna y competitiva, retrocedemos. Nos adaptamos a la informalidad. La premiamos. La mimamos. Y lo peor: la mantenemos como si fuera una característica inamovible del “ser mexicano”.
Lo que a nivel micro parece una concesión comprensiva —“pues pobrecito, no sabe usar el SAT”— a nivel macro nos debilita: le quita competitividad a nuestras empresas, nos impide crear cadenas de valor sanas, y perpetúa una cultura donde cumplir la ley parece ser la excepción, no la regla.
Frente a esto, surge la pregunta inevitable: ¿qué camino tomar?
¿Educamos a estos productores para que se integren al sistema fiscal, con todos sus derechos y obligaciones, y así fortalecer el país desde abajo? ¿O seguimos construyendo un sistema dual donde los informales viven al margen, y los formales pagan por ellos —en dinero, en tiempo, en frustración?
La respuesta parece obvia, pero los hechos dicen otra cosa. Durante décadas, la política pública ha optado más por tolerar que por transformar. Más por justificar que por formar. Y así seguimos atrapados en el ciclo.
Sí, educar toma tiempo. Sí, formalizar puede ser complejo. Pero si seguimos adaptando las leyes a quienes no quieren cumplirlas, no estamos siendo solidarios: estamos perpetuando la desigualdad.
México necesita un pacto de modernización real. Y ese pacto empieza con decisiones pequeñas, pero firmes: dejar de premiar la informalidad, facilitar la transición a la formalidad, y construir un sistema que no castigue al que cumple.
Las grandes potencias no se construyeron con base en excepciones, sino en reglas claras, iguales para todos. La economía mexicana tiene con qué competir en el mundo. Tiene talento, tiene productos únicos, tiene sectores pujantes. Lo que necesita es un marco común que nos eleve a todos, en lugar de seguir cargando con quienes prefieren evadir el deber cívico más básico: contribuir al bien común.
Ya no se trata de castigar o perseguir. Se trata de decidir, como país, si queremos seguir adaptándonos al atraso… o construir el futuro.