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Ciudad de México, México, febrero 22 de 2017
Jacinta Francisco Marcial, Teresa González Cornelio y Alberta Alcántara Juan, tres mujeres indígenas hnähñú (otomíes), han sido protagonistas de dos eventos extraordinarios en México: Primero, al ser culpadas por la Procuraduría General de la República del secuestro de seis policías de la extinta Agencia Federal de Investigación (AFI) y posesión de droga en 2006, y más de 10 años después, al orillar al gobierno mexicano por primera vez a emitir una disculpa pública por ser encarceladas de un delito que no cometieron.
El reconocimiento de que nunca fueron culpables es para estas tres mujeres una victoria, pero llega después de una lucha de 11 años contra un sistema de justicia que las discriminó por ser mujeres, indígenas y pobres; y luego de haber vivido un proceso judicial que presentó varias violaciones: la fabricación de un delito, la violación al debido proceso y a la presunción de inocencia, así como el negarles su derecho a una defensa adecuada y derechos inherentes a la identidad indígena.
Su historia se remonta a 2006, cuando seis agentes de la AFI despojaron de su mercancía a tianguistas de Santiago Mexquitán, Querétaro, de donde son originarias. Los afectados exigieron a los agentes que mostraran su identificación y la orden que avalara el despojo, pero éstos se negaron y los tianguistas protestaron. La cámara de un reportero captó algunas imágenes que después fueron utilizadas como prueba principal del secuestro.
Jacinta, que tenía un puesto de aguas frescas, aparece en una de esas fotos, porque al caminar se topó con la gente que dialogaba con las autoridades. Ese día, los agentes acordaron pagar los daños a la comunidad y se retiraron. En ese momento ni Teresa, ni Jacinta, ni Alberta, ajenas hasta entonces al abuso de los agentes, se imaginaban que cinco meses después su vida cambiaría por completo y que esas fotografías y las declaraciones de los agentes serían las únicas pruebas en su contra.
El 3 de agosto de 2006, las tres indígenas fueron detenidas con engaños, acusadas de haber secuestrado a seis agentes de la AFI, y el 19 de diciembre de 2008, Jacinta fue condenada a 21 años de prisión y a una multa de 91,620 pesos. Un mes después Teresa y Alberta recibirían la misma condena.
Sufrieron humillaciones por ser indígenas y pobres. Se enfrentaron a un sistema sin tener cómo defenderse, sin entender qué les estaba pasando, y sin contar con recursos económicos. “Estuve en la cárcel injustamente porque no sabía defenderme, no sabía hablar (español)”, dijo Jacinta, quien no contó con un traductor durante el proceso. Las tres fueron exhibidas como culpables ante los medios de comunicación y ante su propia comunidad.
Más de tres años estuvieron en la cárcel. Ahí Teresa dio a luz a su hija. El 15 de septiembre de 2009, la PGR decidió la liberación de Jacinta al no presentar conclusiones acusatorias en su contra, pero no reconoció su inocencia. En febrero de 2010 Alberta y Teresa fueron sentenciadas por segunda ocasión. Dos meses después se abriría una oportunidad: la Suprema Corte de Justicia de la Nación atrajo el recurso de apelación en contra de esta sentencia, y el 28 de abril de 2010 la primera sala revocó la sentencia y finalmente fueron declaradas inocentes.
Ya en libertad, exigieron al Estado mexicano la reparación del daño por la injusticia vivida, pero la PGR se negó. Después de una ardua labor del Centro de Derechos Humanos Miguel Agustín Pro Juárez –que asumió la defensa jurídica en 2008–, en 2016 el Tribunal Federal de Justicia Administrativa resolvió ordenó reparar el daño a Jacinta, Alberta y Teresa.
Más de 10 años después de iniciada la pesadilla, el gobierno reconoció este martes que se equivocó. El actual Procurador Raúl Cervantes, primero pidió perdón a Teresa y Alberta, y luego para Jacinta, ya que se trató de dos procesos en paralelo.
Se trata del primer evento de esta naturaleza que responde a sentencias emitidas por tribunales nacionales (del Tribunal Federal de Justicia Administrativa) sin que hayan sido ordenadas por organismos internacionales. Además, sienta un precedente para otras víctimas y pone en el centro la dignidad de las víctimas.
En el evento, las tres mujeres recordaron cómo fueron detenidas, y las humillaciones que recibieron. Jacinta, Teresa y Alberta exigieron al procurador el compromiso de que lo que les pasó a ellas no se repita, porque la disculpa pública no devuelve el tiempo perdido. “No estoy contenta. Estaría contenta el día que se acabe la injusticia, que seamos respetadas como indígenas”, dijo Jacinta.
Estela Hernández, hija de Jacinta, también tomó la palabra: “No les damos las gracias; les exigimos que si no saben hacer su trabajo renuncien a sus cargos, si no tienen dignidad que sea por vergüenza, si no tienen vergüenza que sea por sus hijos, por mis hijos, por los de todos nosotros”, dijo Estela.
Se trata de una carrera de resistencia. “El sistema está hecho para claudicar en el camino y ellas han resistido y llegaron hasta aquí. La relevancia (del caso) es poner en el centro a las víctimas. Su voz no resarce las consecuencias de las violaciones de derechos humanos, pero es un acto de reivindicación de su voz y de la verdad sobre la mentira”, dijo Mario E. Patrón, director del Centro de Derechos Humanos Miguel Agustín Pro Juárez.
“Estos casos tendrían que ser a ejemplo a seguir para garantizar la autonomía y un diseño que establezca controles suficientes para funcionarios corruptos no sigan en la impunidad”, agregó.
La vida actual de Jacinta y su esposo, Memo, no difiere a la que tenían en 2006; continúan con los mismos ingresos que les da su puesto de aguas frescas, mientras que Alberta y Teresa se dedican a bordar muñecas artesanales. Sin embargo, su caso sienta un precedente en la historia del activismo y los derechos humanos en el país.