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Ciudad de México, México, mayo 15 de 2017
La Pirinola es una casa de dos pisos acondicionada como escuela. Es la hora de entrada y los alumnos van llegando, saludan a la maestra que los recibe en la puerta y suben a los salones. Hay música y la luz del sol está en todas partes.
“Siempre ponemos música, sobre todo porque antes de empezar las actividades hacen acondicionamiento físico; por lo general ellos la escogen”, explica Fernando Rivera Azpra, director y maestro de La Pirinola, Centro Formativo.
A esta escuela asisten personas adultas con discapacidad, diagnosticados con Síndrome de Down, autismo, trastorno de desarrollo o que tuvieron problemas al nacer, como hipoxia, que genera una deficiencia intelectual. Sus edades fluctúan de los 17 a los 43 años.
“Mi primer contacto con personas discapacitadas ocurrió cuando hice mi servicio social. Me interesó esa posibilidad de relacionar educación con creatividad, el cómo enfrentarse a esas limitaciones, que después descubres que no lo son tanto”, comenta Fernando Rivera, sicólogo formado en la UAM Xochimilco.
“Lo primero que tuve que hacer fue aprender a comunicarme con ellos, a hablarles. Ése es el principal reto, hacer clic. Debí entender que no hay que llegar con la actitud de ‘yo te vengo a ayudar’ y ‘lo sé todo’”.
Señala que lamentablemente persisten estereotipos sociales, como el que la gente en general trata a las personas con discapacidad como niños, aunque ya sean adultos. Les hablan con diminutivos, son permisivos, los apapachan.
Los estigmas con los que aún cargan “es que la gente dice que esas personas son niños, angelitos, que no pueden, que son héroes, son tontos, son lentos, y lo dicen y creen incluso los padres”, lamenta Fernando.
“Sí, hay que entender que hay una condición de discapacidad, pero tampoco hay que olvidar que son adultos. Tratarlos diferente es nulificarlos, y eso es lo que tratamos de cambiar. Queremos visibilizarlos entre la población saliendo con ellos a la calle. Aún hay gente que se cambia de banqueta al vernos de lejos, aunque no estorbemos. Pero cada vez son más quienes se acercan a hablarles, hemos tenido buenas experiencias en las tiendas, en la fonda, en el Metro”.
Un maestro de personas con discapacidad requiere de inteligencia emocional, que sepa establecer una relación emocional con su tutorado para impulsarlo. “Ése es uno de los principales retos de ser maestro, es decir, cada alumno representa un desafío diferente.
“Pero el problema más importante es darnos cuenta de cuándo se llega a un punto muerto, de cuál es el momento de buscar otras vías para poder seguir avanzando, de preguntarse qué tengo que cambiar yo mismo para que mi tutorado salga de esa etapa”, dice Rivera Azpra.
El equipo de La Pirinola lo conforman siete maestros, de los cuales cuatro son sicólogos, una pedagoga alemana, un comunicólogo y un pedagogo voluntario que atienden a 15 alumnos.
“Nos preocupamos de la parte formativa, como establecer límites, que se asuman como adultos, de cosas tan cotidianas como el que soporten un regaño, una llamada de atención en su trabajo, en su casa, es decir, que sepan por qué se les esta llamando la atención y cómo resolverlo. Trabajamos con las emociones para que no se salga de control y se enoje o llore o diga ‘ya no quiero ir’. Que sea responsable de sus acciones”.
Fernando tiene cuatro tutorados: dos autistas, uno con trastorno de desarrollo y uno más tuvo falta de oxigenación al nacer.
Carmen y Alejandro ya casi están listos para salir del centro formativo porque se asumen como adultos, tienen un proyecto de vida independiente, pueden tomar decisiones y son responsables de las secciones de sus proyectos. Carmen, diagnosticada con Síndrome de Down, tiene 33 y es la encargada de hacer el streaming de un programa de La Pirinola en la radio, está en un colectivo de fotografía y “hace dos meses dejó de ser tutorada para pasar a ser asistente de nuestro centro”.
Alejandro, de 41 años, tiene un proyecto de venta de galletas y otro de pintura, ha vendido algunas en las exposiciones que ha montado.
Uno de los momentos más gratificantes para el maestro Fernando fue cuando entró en contacto con una chica con autismo: “Uno de los maestros y yo nos acercamos a ella. Uno le tocó el hombro con un dedo diciendo ‘pi’ y otro ‘pu’ y ella empezó a reír feliz. Sentimos ese clic emocional con el que nos identificamos con ella. Desde entonces todos empezamos a llamarla Pipu, como mote cariñoso”.
Un día —cuenta Fernando sobre una anécdota divertida— descubrieron que uno de los chicos, “bueno, medía 1.90 de altura”, introvertido, silencioso, se transformó de pronto cuando en el radio empezó la canción Bómboro quiñá quiñá, de la Sonora Santanera. Se levantó y empezó a cantar con mucho entusiasmo, “sobre todo la parte del quiñá quiñá. Todos estábamos riendo y cantando con él. Entramos a una parte de su mundo. Y así se le quedó también, como mote, Quiñá Quiñá”.- (Con información de Excelsior)