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El momento ha de haber sido algo muy especial para Iñárritu; una emoción difícil de controlar y, desde luego, un sentimiento de certeza personal y de equipo como pocas veces se logra sentir.
La recepción del Óscar de Iñárritu es mucho más especial de lo que puede uno imaginarse para los demás. Ellos están en su ambiente y no les dieron una green card; allí nacieron —casi todos ellos— y allí se educaron: es su nación, su patria, su territorio.
Iñárritu es, en cambio, un inmigrado con talento que llega y vence; pero que tiene el corazón y su pasión aún en su país; se siente del país y habla fuerte, mucho más fuerte de lo que se puede amplificar un sonido, cuando les dice a millones de mexicanos que estaban mirando su momento de triunfo, que deseaba que algún día los mexicanos se logren dar el gobierno que merecen.
Al hacer este tipo de enunciado de deseo, es obvio que el personaje no es de los que aprueban lo que está sucediendo en México; pertenece a los que protestan, pero que no le tienen miedo a nadie, porque no le deben sino a su equipo —y, en este caso, agradecimiento por reconocer su obra, a los de la Academia de los Óscares.
Pero un partido político respondió; se sintió aludido y dijo que el deseo de Iñárritu ya estaba cumpliéndose, porque ese partido —declaró su vocero— sí le estaba dando a México un mejor gobierno.
Y muchos mexicanos rieron; otros sonrieron; otros se pusieron más serios que de costumbre; otros solo dieron la media vuelta y evadieron enfrentar el tema.
Iñárritu fue por unos instantes un vocero de millones de mexicanos que sienten que algo no está bien; entonces recurren a citas de acontecimientos cuyos datos no conocen con exactitud, pero que llevan en su interior con un sentimiento de que las cosas no están del todo bien y, desde luego, deberían estar mucho mejor.