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México (2 de junio).- En días recientes, el titular de la Secretaría de Educación Pública (SEP), Emilio Chuayffet, y Jaime Labastida Ochoa, director de la Academia Mexicana de la Lengua (AML), declararon que los libros de texto gratuitos son un desastre, en referencia no sólo a las faltas de ortografía y de sintaxis que contienen, sino a errores en cuanto a la pedagogía en la enseñanza.
Esto, que no es una novedad sino el reconocimiento de que desde hace tiempo la educación en México va por mal camino, debería ser la pauta para acabar de una vez con el programa del libro de texto gratuito, así como adelantarnos a un futuro inmediato menos oneroso y más rico en cuanto a la metodología en la instrucción.
Por principio habría que quitar del nuevo proyecto educativo la palabra “gratuito”. Según el diccionario, vigésima segunda edición, de la Real Academia Española (RAE), a la que desafortunadamente aún está plegada la AML, dicha palabra es un adjetivo que significa “De balde o de gracia” (p. 1156). Ahora bien, “balde” se equipara a “sin coste alguno” (p. 276), aunque lo correcto debería ser “sin costo”, mientras que el mismo diccionario se avienta la puntada de definir “gracia” como “concesión gratuita” (p. 1148). Es decir: “gratuito” o “gratuita” viene “de gracia”, y “gracia”, de “concesión gratuita” (nótese en este mínimo ejemplo el porqué es lamentable que la AML siga cobijada por la RAE).
Pero volvamos al punto: ¿por qué se debe borrar la palabra “gratuito” a los libros que, valga la redundancia, produce y distribuye en última instancia la Comisión Nacional de Libros de Texto Gratuitos (CONALITEG)?
Porque es una mentira que esos libros no tengan “coste” (“Conjunto de gastos para la producción de bienes o servicios”, p. 674) o provengan de la “gracia”, entendida como una supuesta Providencia, Dios, Estado o como se le quiera llamar a la entidad que los provee. No, esos millones de libros que, ciertamente, son un desastre, no son gratuitos porque nos cuestan millones de pesos a la sociedad mexicana, más propiamente a los contribuyentes, a quienes pagamos impuestos.
Y si bien no son gratuitos, sí le provoca a los educandos la idea de gratuidad, y esto en una sociedad que, como la nuestra, el dinero ha logrado tergiversar los valores más básicos de la educación, es otro punto del desastre que no se ha estudiado o, por lo menos no se ha hecho público, en la AML o en la SEP.
Cuando esos niños de preescolar y primaria crecen, su formación puede ser de todo, menos de lectores, pues el principal objeto de tal actividad, el libro, está totalmente desvalorizado. Y si a esto se le suma las ferias en las que se regalan libros o las monstruosas ventas de saldos que hacen las editoriales trasnacionales, el resultado no es otro que una sociedad iletrada y, por lo tanto, poco o nada educada.
Ahora, ¿por qué no pensar en otro cambio a fondo? ¿Qué pasaría si, por ejemplo, se le dieran a nuestros niños tabletas electrónicas en lugar de libros, y que en dichas tabletas se pudieran bajar los contenidos en los que está trabajando la SEP con asesoría de de ALM?
De iniciarse tal cambio —el de libros por tabletas—, primero en las grandes ciudades y, poco a poco en las regiones marginadas del país, se bajarían los costos de los materiales educativos de la CONALITEG —a la que también habría que ponerle otro nombre— y se evitaría el ecocidio que significa producir millones de libros de texto, y dicho ahorro se podría utilizar para capacitar a los maestros en el uso de las tabletas electrónicas, en la compra de libros de las editoriales nacionales para las aulas y bibliotecas de las escuelas, resignificando el concepto de libro como un objeto valioso, lúdico, curioso y que, al utilizarlo, produce goce en el alumnado.- (Economista)