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Cada primer día del mes de mayo me pregunto lo mismo: ¿Por qué festejamos “el trabajo” con un “asueto” que además es “obligatorio”? El primero de mayo no celebramos el trabajo, sino el empleo subordinado, un concepto que la mayoría de los economistas, con arrogancia, hacen sinónimo absoluto de “trabajo” (quien no está “empleado” no “trabaja”). De ahí, por ejemplo, las dificultades que tienen para encajar otras ocupaciones en su esquema; como las de ama de casa, empresario, estudiante o las otrora ocupaciones “liberales” (médico, abogado, artista, escritor) en las que no hay salario, no hay patrón, no hay sindicato, no hay contrato colectivo o individual, pero sí hay generación de riqueza.
Tomemos, por ejemplo, esa figura reverenciada por la ciencia económica y vuelta a poner en circulación en versiones condensadas, precocidas, “para llevar” y simplificadas por la ideología, que se llamó John Maynard Keynes y su obra insignia: “Teoría General de la Ocupación, el Interés y el Dinero” (originalmente: “The General Theory of Employment, Interest and Money”). A Keynes le habría encantado que se le tomase como un revolucionario de la ciencia semejante a Albert Einstein; nótese la “humilde” pretensión keynesiana de haber establecido una teoría “general” tal como Einstein en 1905, en uno de cinco brevísimos ensayos, estableció las bases de la teoría “general” de la relatividad y en otro las bases de la teoría “especial” de la relatividad. Nótese su insistencia, rayana en la terquedad, de que “su” teoría desmiente para siempre a los economistas “clásicos”.
Sin embargo: ¿Por qué no la “Teoría General del Consumo, el Trabajo y el Intercambio”? ¿Por qué la obsesión por el empleo remunerado y subordinado que es sólo una de las modalidades del trabajo y de la creación de riqueza? ¿Por qué hacer girar la economía alrededor del empleo y no alrededor de la riqueza o del esfuerzo humano para remediar la escasez? ¿Por qué no preguntarse si acaso tenía razón Aristóteles cuando decía que trabajamos para poder disfrutar del ocio (“estamos no ociosos —en el neg-otium— para poder estar ociosos”) y no a la inversa? Esta reducción del trabajo al empleo nos viene del tatarabuelo Hegel y hace de Keynes otro más de los hegelianos rudimentarios.
Se dice que en 1927, con la formulación del principio de incertidumbre por Werner Heisenberg, la ciencia tomó un rumbo insospechado, que la alejó del determinismo mecanicista y del positivismo. No basta con que contemos con un modelo racionalmente coherente para afirmar que hemos aprehendido la realidad. Por el contrario, el mismo afán del científico racionalista puede alejarlo del conocimiento de la verdad, al encorsetarlo en esquemas de los cuales la realidad se escapa. Es preciso la constante confrontación de las teorías con los datos que arroja la experiencia, aún cuando ello nos confine a la incertidumbre.
J. M. Keynes —en su teoría general del empleo, el interés y el dinero— pretende formular una “teoría del empleo” sustentada en un recurso argumentativo (los supuestos) que ha dado motivo a un cáustico chiste acerca de los economistas que dice así:
“Un economista naufraga en una isla desierta y cuenta, entre lo que se ha salvado del naufragio, con varias latas de alimentos en conserva. ¿Cómo resuelve el problema de abrir las latas para poder comer? Muy sencillo: el economista postula: ‘supongamos que tenemos un abrelatas’”.
Keynes “supone” la existencia de sucesivos “abrelatas” para que su teoría camine. El “supuesto” básico de Keynes es el de una “ley psicológica fundamental” que “explica” la propensión marginal a consumir (es decir que ante un aumento del ingreso, el consumo crece, pero menos que lo que ha crecido el ingreso), lo que a su vez “explica” a juicio de Keynes por qué antes de que se alcance el “máximo volumen de empleo” los empresarios dejan de invertir, lo que a su vez se traduce en que la demanda agregada siempre será insuficiente a menos que —¡y aquí es a donde Keynes quería llegar!— el gobierno la estimule mediante intervenciones fiscales (gasto) o monetarias (descenso deliberado de la tasa de interés).
En realidad Keynes no explica —en el sentido de revelar la realidad— nada. Ha elaborado un itinerario de “supuestos” para llegar a su meta prefijada: el Estado debe intervenir en la economía para garantizar el pleno empleo. La “ley psicológica fundamental” ni es ley, ni es psicológica, ni tiene fundamentos en la realidad.
Eso sí, la teoría keynesiana resultó una de las mayores delicias para los políticos que nos siguen vendiendo el “pleno empleo” como el nuevo paraíso terrenal.