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Divagaciones frívolas sobre algunos falsos héroes de la democracia. Marcelo Ebrard y el tema de la congruencia. ¿Qué le quieren decir a Obama desde Wall Street?
Divagaciones más o menos frívolas acerca de la facha de algunos falsos héroes de la democracia.
Desde el primer momento tuve serias dudas de que ese sainete en Honduras fuese propiamente un “golpe de Estado” (ver aquí), pero ya se sabe que los simples ciudadanos vemos las cosas distinto que los políticos.
No me voy a meter en honduras (se dice que eso hace quien “trata de cosas oscuras y dificultosas sin tener bastante conocimiento de ellas”), acerca del asunto, aunque una lectura de la Constitución hondureña me ha persuadido de que ambas partes, Manuel Zelaya el defenestrado y quienes lo defenestraron con tan poca elegancia (¡en pijama y sin haberle permitido darse un regaderazo!), violaron esa Constitución; conjeturo que ambas partes tendrían que perder sus puestos y enfrentar acusaciones de delitos ante un juez; claro, el problema, en tal caso, se vuelve práctico y con cierto tinte de melodrama: ¿Quién cierra la puerta de la cárcel?
A lo que voy es a lo de la pijama. Fue muy poco elegante, le dio a todo el asunto desde el principio un toque tropical de cosa poca seria, de exotismo para disfrute de turistas europeos cultos, que se muestran sorprendidos y risueños ante las excentricidades de los nativos. Por esa misma razón parecía un asunto del siglo pasado, no de éste. En fin, se veía muy mal que hayan sacado a Zelaya de su casa a deshoras en pijama y lo hayan trepado a un avión. Algún periodista español – de esos que no perdonan las burlas – comentó que deberían haber sido más cuidadosos porque imagínense, exclamó, que Zelaya hubiese tenido la fea costumbre de dormir en paños menores o en cueros…
Pero con todos sus inconvenientes lo de la pijama generaba simpatías para Zelaya: lo mostraba desvalido. Si no podía exhibir golpes producto de una brutal tortura (porque no la hubo) o heridas escandalosas que mostrasen la violencia con la cual los “malos” le habían sometido (no parece haberla habido), podía exhibir al menos la ropa de dormir, la pijama, como ejemplo del “salvajismo” de los presuntos golpistas. ¡Esas cosas no se hacen!
Lo malo —para Zelaya y sus amigos, reales o fingidos— es que, el presidente hondureño defenestrado, muy pronto adquirió otra estampa, ya no de víctima sino de palurdo adinerado, con sombrero tejano, que se sueña en el rancho inmenso con pozos petroleros, montones de vacas pastando (antes de convertirse en jugosos cortes), y conduciendo a toda velocidad, por sus inmensos dominios campiranos, una de esas camionetotas abrumadoras, potentes y prepotentes, que tanto gustan a quienes suspiran por ser rancheros motorizados. Émulos de George Bush, el pequeño.
Así llegó Zelaya a México, le dieron recibimiento con honores (no me meto en honduras, repito, pero aquello fue muy desagradable, como de parodia mala) y el tal Zelaya anduvo de arriba para abajo, recibiendo saludos, llaves de la ciudad (habrá que cambiar la cerradura para no llevarnos una sorpresa desagradable), sonrisas, algún beso y algún abrazo, así como “las seguridades de mi más atenta consideración” o como quiera que dijesen las despedidas formales en las viejas cartas.
Todo, habrán de perdonarme, se vio mal. Como de visita incómoda que se recibe por obligación o por costumbre o porque “¿qué va a decir la gente?”. Episodio inolvidable que a todos nos hace sentir ridículos e hipócritas. Y el tío incómodo, de visita, ni siquiera parece percatarse del embarazo que causa. Por el contrario, se suelta contando chistes malísimos, se sienta a la mesa con sombrero, pide un palillo para hurgase los dientes, le guiñe el ojo al ama de llaves, aventura dos o tres palabrotas y no entiende las indirectas (“bueno, creo que las visitas tienen sueño” dice la anfitriona y el invitado lo toma a chanza y propone echarse una cantadita de sentidas melodías vernáculas, con todo y gritos de “ay, ay, ay, ay” o de “ésa no porque me duele” o un “¡viva mi rancho, bola de cabrones!”).
La verdad el personaje necesita con urgencia un asesor de imagen y relaciones públicas que lo vista como víctima, que le de aires de personaje democrático, que le dedique un par de tardes (¡o más!) a quitarle lo palurdo y descarado, lo zafio. Con ese tipo nadie puede hacer la película del héroe civil moderno que se enfrenta a los militares despiadados y que vive agobiado por la pobreza y el sufrimiento de su pueblo bueno. Costa-Gavras, Konstantino Gavras, el cineasta griego avecindado en Francia, rechazaría hacer una de esas películas profundas y emotivas a las que nos tiene acostumbrados, con tal personaje: “Zelaya, el liberador de un pueblo oprimido” o algo así. No hay manera.
Se veía mejor en pijama. Daba lástima, al menos.
Tiene razón Fernando, un lector asiduo —¡gracias!— de estas IDEAS AL VUELO, quien me envió un comentario sobre la incongruencia de Marcelo Ebrard pidiendo que se reconozca a Manuel Zelaya (que cambió la pijama por el sombrero de palurdo adinerado), cuando él sigue sin reconocer al Presidente Constitucional de los Estados Unidos Mexicanos.
Estoy de acuerdo, pero no me toma por sorpresa: Ebrard en ese asunto y en muchos más navega con una incongruencia pasmosa. Otra vertiente del asunto del "reconocimiento" es la desfachatez con la que Ebrard y sus funcionarios se la pasan pidiendo dinero federal a los funcionarios de ese mismo gobierno al que no reconocen. Recuerdo en septiembre de 2007 a Ebrard despotricando en contra del IEPS (impuesto especial a la producción y los servicios) adicional que se propuso para la gasolina y que se iría directamente para los estados, mientras su secretario de finanzas, sentado a mi lado en una de las galerías de la Cámara de Diputados, seguía atento las votaciones y festejaba sin embozo cuando se aprobó el impuesto: de inmediato Mario Delgado, así se llama el personaje, tomó su celular y le marcó a Ebrard para darle jubiloso la noticia de que ese mismo impuesto contra el que decían estar en contra ¡sí se había aprobado!...y tendrían varios miles de millones de pesos más de dinero público para gastar. Incongruencia en pleno (y no sólo porque la cámara estaba reunida en pleno).
En fin, Fernando, eso de la congruencia no se les da mucho a los políticos, menos a los saltimbanquis, género al que pertenece el humilde y sencillo Ebrard.
Confianza de los consumidores, también para arriba
Hasta los más escépticos —bueno, excluyendo a los necios por contrato o por fanatismo— empiezan a reconocer que las percepciones acerca de la economía mejoran y muestran una tendencia al alza. Ahora la tocó al Indice de Confianza del Consumidor, indicador que levantan y elaboran conjuntamente el Banco de México y el INEGI.
(Al hablar de "hasta los más escépticos" me refiero a varios periódicos que, por fin, están atendiendo las variaciones mensuales desestacionalizadas y no sólo la variación anual).
Nótese que aún estamos lejos del "pico" más alto que ha registrado este indicador desde enero de 2007, que fue un índice de 108 puntos en agosto de 2007 (curiosamente cuando ya habían "tronado" en Estados Unidos los primeros fondos grandes repletos de hipotecas "subprime", algo que "ni en cuenta" en México, como se dice coloquialmente) y podemos anticipar que pasarán muchos meses antes de que volvamos a ver esos niveles de confianza de los consumidores. Esto puede verse claramente en la siguiente gráfica:
Pero si queremos tomar como referencia el punto de inflexión de la crisis —octubre de 2008, cuando se desplomó la confianza— el índice de julio de 2009, dado a conocer hoy, se ve notablemente bien: Verde, retoño verde.., como en esta otra gráfica:
El presidente Barack Obama se queja de que los detractores de su propuesta de reforma al actual sistema de cuidado de la salud (health-care system) preferirían dejar las cosas como están, en lugar de apoyar una reforma.
Obama tiene algo de razón en lo que dice, porque, a su vez, tales detractores tienen razón: "Reformar" el sistema de salud en la forma en la que lo está proponiendo Obama empeoraría las cosas...Si Obama quiere plantear las cosas, políticamente, como: "O toman mi propuesta o no se hace nada", la elección para la inmensa mayoría de sus conciudadanos es clara: Deja las cosas como están, no trates de arreglarlas porque ya vimos que sólo las vas a empeorar.
El problema del sistema de salud estadounidense lo plantea con gran claridad hoy en "The Wall Street Journal" el economista Arthur Laffer (ver: "curva de Laffer" o porqué con tasas más altas de impuestos la recaudación tiende a caer) al decir que lo que debe corregirse es la "cuña" entre los costos del sistema de salud —cada vez más altos— y lo que desembolsa y recibe quien es el supuesto beneficiario.
Si la brecha entre los costos y el precio percibido sigue creciendo —porque los costos, y por tanto el subsidio efectivo, siguen aumentando— el sistema está muy cerca de ser insostenible fiscalmente. Es lo que suele suceder con los subsidios a la oferta -en salud o en educación, por ejemplo-, donde cualquier incremento en el subsidio en lugar de traducirse para el supuesto destinatario del subsidio en mejor atención médica o en educación de mejor calidad, se traduce en beneficios, mayor margen de utilidad, para el prestador del servicio.
Si en lugar de darle el subsidio directamente a los maestros y a las escuelas (o, peor todavía, a los líderes del sindicato de maestros), se los damos a los alumnos o a los padres de familia de los alumnos en la forma de un cheque o bono para que lo gasten en pagar la colegiatura en la escuela de su elección, el subsidio se vuelve mucho más eficiente. Exactamente lo mismo sucede en el sistema de salud y la propuesta de Obama, al insistir en un mayor desembolso de recursos fiscales para subsidiar la oferta (beneficiar a compañías de seguros y a médicos, entre otros) no soluciona el problema, lo empeora.
Lo que Obama requiere entender es muy sencillo. Le están diciendo: "Si ésa es tu manera de arreglar las cosas, si eso es lo mejor que puedes hacer, mejor no hagas nada".