969 palabras
Por eludir el alcoholímetro en la ciudad de México un joven ebrio causó la muerte de un policía que intentó detenerlo. Convendrán los lectores conmigo que esta tragedia NO puede ser atribuida a la regulación —representada por el alcoholímetro, entre otros mecanismos, reglas e instituciones— ni a una omisión de los reguladores, sino a una conducta delictiva del ebrio que es punible de acuerdo con las leyes.
Los puritanos, que en el fondo son idealistas furibundos, dirán que si se prohibiera absolutamente la producción, distribución y venta de bebidas alcohólicas esa tragedia se habría evitado. Falso. La prohibición absoluta de bebidas alcohólicas causaría más tragedias, similares y de otra naturaleza: criminalidad incentivada por el altísimo atractivo económico de los negocios ilícitos (como sucede con el narcotráfico), producción y tráfico de bebidas adulteradas y un largo rosario de desgracias; además de que ninguna autoridad tendría control sobre en dónde se vende alcohol, a quién se le vende y demás.
Los anarquistas, que también son idealistas furibundos, dirán que el alcoholímetro no debe existir porque genera tal temor en los conductores que, por eludir ese control, acaban cometiendo estupideces o porque vuelve a los conductores irresponsables (“el gobierno se ocupará de que yo no maneje ebrio”). Falso. No podemos saber el número —de lo que pudo ser y se evitó no queda registro— pero un control como el del alcoholímetro, con todas sus limitaciones y errores, evita muchas tragedias.
Podemos aplicar criterios análogos al papel de las regulaciones o de la falta de regulaciones en la gestación de la crisis financiera global; así como a los actos y a las omisiones de los reguladores.
Los puritanos querrán borrar de la faz de la tierra no sólo los productos financieros complejos —digamos, los derivados— sino incluso la noción misma de apalancamiento; los anarquistas insistirán que hay que dejar que todos y en todo nos “auto-regulemos” . Ambos son extremos abominables.
La clave filosófica de la regulación está en el reconocimiento de la libertad y de su permanente consecuencia: la responsabilidad. La libertad es personal, la responsabilidad es personal. “El que la hace, la paga porque fue libre para hacerla”.
La regulación no debe socializar lo que es personal: la responsabilidad. La regulación no debe permitir que una entidad se vuelva tan grande que no pueda pagar por sus culpas. Lo “demasiado grande” se vuelve no-imputable. Como un monstruo irracional. A tales engendros no se les “regula”; se les pone una camisa de fuerza y punto.
Los monopolios, públicos o privados, así como las empresas que pueden ejercer un poder dominante en los mercados, generan infinidad de daños económicos. El más obvio es el detrimento en el bienestar de los consumidores mediante la apropiación de rentas que, en un ambiente de competencia, deberían corresponderles a estos últimos, no a las empresas. Pero las prácticas monopolísticas también causan muchos otros daños que con frecuencia pasan desapercibidos.
En esta ocasión me referiré sólo a uno de esos daños, a partir de un ejemplo reciente. Tal efecto es nocivo para todo el entramado económico y consiste en la cancelación, para efectos prácticos, de la regulación y de los reguladores ante el gigantismo de la empresa dominante; podría decirse —parafraseando la controvertida fórmula con la que el anterior secretario del Tesoro de Estados Unidos justificó el rescate de varias firmas gigantes— que las prácticas monopolísticas alimentan la aparición de empresas demasiado grandes para ser efectivamente reguladas.
El ejemplo reciente en México ha sido la configuración de nuevas Áreas de Servicio Local (ASL) en telefonía, una medida de regulación acordada por el órgano regulador para evitar que millones de usuarios paguen como llamadas de larga distancia las que en realidad deberían ser llamadas locales —entre áreas próximas e incluso contiguas— y para permitir que en cientos de localidades haya competencia entre operadores para prestar el servicio de terminación de las llamadas.
A principios de abril, conforme con el calendario de las autoridades, debieron incorporarse nuevas ASL en Baja California Sur, ciudad de México, Coahuila y Jalisco. Sin embargo, la regulación fue anulada sin empacho por la empresa dominante creando un impedimento de carácter operativo: El rechazo a modificar las series numéricas y los prefijos de marcación en esas ASL, de forma que siguen computándose como llamadas de larga distancia las que, a la fecha, deberían ser llamadas locales.
El regulador parece impotente ante estas argucias, entre otras razones porque el tamaño de la empresa dominante le otorga ganancias tan exorbitantes —la diferencia de costos, entre competencia plena y falta de competencia, es para el consumidor en este caso de alrededor de siete veces— que el costo de violar la regulación —equivalente al pago de multas— resulta muy inferior a las rentas derivadas de continuar con la práctica monopolística.
Cuando la entidad a regular parece “demasiado grande” la única respuesta racional debería ser la aplicación de una regulación extraordinaria. Como escribí en el artículo de ayer: más que una regulación normal esos entes parecen necesitar una camisa de fuerza.