MEXICO, D.F., 19 de mayo.- “¿No tienes un ritual para atraer la buena suerte? Muy mal, muy mal. Uno nunca debe hacer esto sin llamar a la suerte”.

Patricia mueve la cabeza y lanza una mirada de desaprobación que abollaría la autoestima de cualquiera. No es que sea supersticiosa, aclara, pero cuando se apuestan 4 mil pesos cada semana hay que pedir ayuda divina. Casi siempre entra con buena actitud al casino Life, en la delegación Benito Juárez, pero este lunes a las 11 de la mañana ya está de un humor terrible: no sólo le incomoda que alguien no tenga un rito para la fortuna, sino que ese alguien se siente junto a ella. Porque, dice, la mala suerte es como la gripa: contagiosa y duradera.

"Una vez me tocó ver a un señor que jugó 48 horas seguidas. Se dormía sobre la máquina, despertaba y jugaba... perdió 100 mil pesos": Juan Carlos Chávez, ex mesero del casino "Astoria".

Cuando alguien sin protección apuesta a su lado, Patricia no tiene pena en reforzar públicamente su “escudo”: saca de su bolsa una estampa con la figura de San Cono —“es el santo de los apostadores, ¿a poco no lo conoces?”—, la sujeta con fuerza y reza a la máquina de bingo electrónico. Al final, se persigna y santigua la pantalla. Hasta que termina eso puede seguir arriesgando el 100% de la jubilación que le paga Telmex.

Afuera de las paredes de esta casa de apuestas, Patricia parecería una demente rezándole a unos botones luminosos, pero aquí, como en cualquier casino, eso es tan común como fumar. Incluso su ritual es tímido frente a los que ha visto Sandra Arellano, ex promotora de lotería digital, en ese casino: una muchacha solía golpear la mesa de cartas con hojas de romero, un hombre quemaba incienso en la sala de apuestas sin ventanas y lo pasaba frente a la máquina tragamonedas, una anciana no comenzaba a apostar si no frotaba una rana de cerámica en su asiento y una señora sólo jugaba si se pegaba en la frente su moneda de la suerte.

La estampa de San Cono, el santo de los apostadores, acompaña a Patricia en sus apuestas; un hombre quema incienso en plena sala; una mujer golpea la mesa con hojas de romero y una anciana frota una rana de cerámica en su asiento.

En un casino lo normal es endiosar a las máquinas. Se les reza como si fueran santos que interceden entre el creyente y la deidad.

Regla uno: el dios de aquí sólo tiene un nombre. Se llama Dinero.

La casa nunca pierde

El más reciente conteo de la Secretaría de Gobernación (SEGOB) arroja que, legalmente, operan en el país 318 casinos de los 749 autorizados por el Gobierno gracias a 32 permisos, porque cada licencia otorgada permite abrir hasta 55 clubes de juego. Dicho de otro modo, aún faltan 431 casas de apuestas por abrir… más las que lo hagan ilegalmente.

Durante tres días, El Universal realizó ocho recorridos a diferentes casinos de la Ciudad de México para observar el comportamiento de los clientes. En todos hubo una constante: mucha gente perdiendo todo, poca ganando mucho.

Y un cúmulo de historias que explican por qué este año, según el sitio especializado eldiariodeljuego.com, los casinos en México recolectarán 2 mil 385 millones de dólares, el equivalente a un tercio del Producto Interno Bruto de Haití.

Regla dos: la casa nunca pierde.

Juega sólo lo que puedes perder

Todos los casinos funcionan bajo una idea básica: “Si usted viene, se puede volver millonario; si no viene, acepte su vida tal y como está”. Cada paso dentro de un centro de apuestas reproduce esa premisa al visitante: por acá el póster de una mujer extasiada que compra una camioneta nueva; por allá la fotografía de un señor al que no le caben los billetes en las bolsas; más allá una máquina que asegura tener un acumulado de un millón 250 mil pesos listos para ser entregados hoy; al fondo del pasillo una frase: “¡Con sólo venir ganas!”, ilustrada con diamantes.

Gracias a esa idea todos los que han trabajado en un casino saben de un jugador así: la mujer que llega antes de que abran y el que nunca se quiere ir aunque vayan a cerrar el lugar. Para evitar esas interrupciones, algunos clientes acuden a los casinos más concurridos: los de 24 horas, donde se juega antes de ir al trabajo por la mañana, aprovechando la hora de comida o cuando se tiene insomnio.

“Una vez me tocó ver a un señor que jugó 48 horas seguidas. Sólo se paraba para ir al baño. Se dormía sobre la máquina, despertaba y jugaba. Supe que estuvo así dos días completos porque los compañeros de otros turnos le estuvieron sirviendo alcohol a todas horas, y cuando yo volvía ¡ahí estaba con la misma ropa manchada!”.

Quien narra la historia del jugador más adicto que ha visto es Juan Carlos Chávez, ex mesero del casino Astoria, filial del Casino Royale, donde 52 personas murieron a causa de un atentado en agosto del 2011. “Calculamos que en esos dos días ese señor perdió casi 100 mil pesos”, dice.

A esos apostadores se les identifica rápidamente: sus máquinas están apartadas con sucios ceniceros y los meseros no paran de entregarles cortesías de comida o bebidas alcohólicas gratis en agradecimiento por sus apuestas; cuando entran, conocen a todos, hablan a los meseros por su nombre, no abandonan el casino ni cuando tiembla, tienen rituales y nunca dejan “su” máquina. Son, mayoritariamente hombres y mujeres de entre 45 y 70 años de edad, jubilados o comerciantes, que de tanto jugar el mismo juego creen que algún día el “premio acumulado” será de ellos.

Es una esperanza cara. Sandra cuenta que en el Yak Polanco vio a una chica perder, en sólo 40 minutos, 120 mil pesos; y a un hombre que en una mala racha, sintiendo que la suerte le iba a sonreír, vendió a otro cliente su reloj Rolex con oro y diamantes en 3 mil pesos… para perderlo cinco minutos más tarde.

Erik Flores, ingeniero en sistemas del casino Big Bola Metepec, en el Estado de México, sabe cómo se desquita un perdedor: ha tenido que limpiar café caliente que derraman a propósito sobre los botones, e incluso reparar pantallas rotas a puñetazos que terminan en fracturas. Otras anécdotas van más allá: el año pasado, una mujer que apostó y perdió el valor de las escrituras de su casa se arrojó de un puente peatonal al boulevard Toluca-Metepec y murió al instante. El hecho se reportó en la prensa local como un suicidio por una decepción amorosa, pero todos los meseros del casino sabían por qué se había aventado de cabeza.

“Hay dos tipos de clientes: los que pierden todo, se enojan, hasta te gritan groserías, pero hay otros que dicen ‘ni modo, mañana los recupero’, y al otro día los ves ahí”, cuenta la joven de 28 años. “La mayoría de los clientes son frecuentes”.

Lo usual es ver perder. Pero también hay otras historias. Sandra vio el momento en el que una anciana ganó en Polanco un millón 600 mil pesos en un bingo electrónico. Al día siguiente regresó a forzar su suerte y apostar parte de su premio.

Regla tres: juega sólo lo que puedas perder.

Concéntrate en tu juego

Mario Madrigal, secretario general del Sindicato Nacional de Trabajadores Operadores de Libros y Establecimientos de Diversión, afirma que si se eliminaran los casinos en México se perderían 30 mil empleos directos y 60 mil indirectos.

“Es una industria que bien regulada es un detonador de empleos de alta calidad porque son especializados (…) Son mentiras que son centros de perdición, que alrededor de ellos hay violencia, somos un lugar para pasarla bien y convivir”, asegura este hombre, mano derecha de Jorge Hank Rhon, político y empresario dueño de los casinos Caliente.

Desde Tijuana, Mario suelta una frase inesperada: nadie debería perder su casa por diversión. Los 7 mil agremiados bajo su supervisión aceptarán una reforma a la ley que obligue a los casinos a tener advertencias en sus establecimientos sobre la ludopatía, del mismo modo que las tienen las cajetillas de cigarros contra el cáncer.

Al preguntarle sobre eso al primer presidente de la Comisión Especial para Casinos en San Lázaro, Ricardo Mejía, el legislador ataja: “Yo no estoy a favor de prohibir los casinos, creo en su regulación”.

“¿Usted juega, diputado?”, le pregunto, y el de Movimiento Ciudadano sonríe. “Sólo blackjack de vez en cuando y con la familia… pero no, yo no le hago eso”.

Regla número cuatro: concéntrate en tu juego.

¿Quieres ser reconocido? Paga

En los casinos hay dos tipos de clientes: los que no merecen un apodo y los que se lo ganan a billetazos. Los primeros son los “pobretones”, novatos que pagan 100 pesos para echar un vistazo a un mundo desconocido o los que apuestan menos de mil pesos una vez a la semana. Los segundos son esos que cada 48 horas pueden apostar 100 mil pesos, perderlos y volver al día siguiente para arriesgar medio millón sin poner cara de angustia.

“Decimos ‘ya llegó El Señor’, ‘entró La Güera’. Son apodos de respeto, ¿no? Sirven para que ellos no se den cuenta de que ya los notamos. Apenas entran, les damos un servicio de primera. Ganen o pierdan dejan propina. A una amiga le dejaron 15 mil pesos”, cuenta Sandra.

Hay clientes famosos en el circuito. Carlos, mesero desde hace un mes en el Joker Casino de avenida Miramontes, cuenta que cada dos o tres día ve entrar al Sargento, un hombre que se presenta como alto mando de la Policía capitalina y que juega 50 mil pesos diarios.

En el Yak Universidad apuesta El Narco, un joven de unos 30 años con pinta de buchón que cada dos días apuesta 40 mil pesos, mientras que sus seis guardaespaldas lo esperan con gesto aburrido.

En el Casino Life, del Eje 7 Sur, se puede ver a El Chino, un empresario en el negocio de edecanes que, cuando duplica su apuesta diaria de 50 mil pesos, festeja besando las fotografías del catálogo impreso de “sus” muchachas.

“Aquí el respeto se gana, pero a diferencia de otros lugares no se obtiene ganando, sino gastando”, dice Sandra, orgullosa.

Regla número cinco: ¿quieres ser reconocido? Paga.

“Contagio” de mala suerte

En mi libreta, las historias de pérdidas cuadruplican las de ganancias. Al fondo del primer piso del Casino Life, una mujer gana 800 pesos, pero las otras siete que la rodean van perdiendo, simultáneamente, su apuesta. Una de ellas es Patricia, quien ha pasado del mal humor a la franca desesperación.

Ha sacado la estampa de San Cono por tercera, cuarta, quinta vez, pero su santo parece estar de vacaciones o en otro casino. Sus ojos, enrojecidos por el cigarro, no apuntan a otro lado que no sea la esquina inferior derecha de la pantalla, donde ve cómo se esfuma su dinero.

Había empezado apostando un peso por “cartón” de bingo; ahora lo hace por 25 centavos para alargar su estancia. No habla, no bebe, no ríe. Se aferra a un golpe de suerte que no llegará, porque 40 minutos después se levanta derrotada. Los 5 mil pesos se han ido. El contagio de mala suerte es real.

Patricia llama al mesero y le da 100 pesos. Con una mueca que pretende ser sonrisa, se despide: “Nos vemos el siguiente lunes, cariño. Si gano, te duplico la propina, ¿eh?”.

Regla seis, más importante que la uno: en serio, la casa nunca pierde. (El Universal)