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México (27 de octubre).-
La Primera Ministra británica, Theresa May, advirtió una vez a sus compañeros conservadores sobre el riesgo de acabar siendo conocidos como el “partido desagradable”.
Sin embargo, tras 100 días en el Gobierno corre peligro de ir más allá todavía, convirtiendo al Reino Unido en ?el país desagradable?.
En apenas unos meses, May ha lanzado diatribas contra las élites internacionales y ha decidido priorizar los controles migratorios por sobre el acceso al mercado único en las negociaciones de la salida de su país de la Unión Europea.
Hace poco, hasta amenazó a las compañías con tener que proporcionar una lista de sus empleados extranjeros, y los 3.5 millones de ciudadanos europeos que se han asentado en el Reino Unido han quedado en la incertidumbre de si el Gobierno de May garantizaría sus derechos de residencia.
No pasó mucho tiempo antes de que la normalización de la retórica nacionalista afectara las vidas cotidianas de la población inmigrante de Gran Bretaña.
De hecho, casi inmediatamente después del referendo del Brexit en junio comenzaron a proliferar crímenes de odio, incluso antes de que May llegara al Gobierno.
Su actitud parece un síntoma, más que una causa, de un resurgimiento general del autoctonismo en el país.
El resurgimiento ha ocurrido de manera más bien rápida. Hace unos pocos años, en los Juegos Olímpicos de 2012 de Londres, el Reino Unido mostraba al mundo un rostro muy distinto: acogedor, bien conectado y confiado en su diversidad.
El arranque de política identitaria actual parece reflejar una reacción contra todo ese espíritu de apertura. De hecho, el país parece estar oscilando entre inclusión y exclusión, como ha sido por más de cuatro décadas.
Cuando Margaret Thatcher fue Primera Ministra en los años 80, promovió la exclusión al definir la identidad británica con referencia a sus enemigos, y no sólo los adversarios externos como la Unión Soviética o la Comisión Europea.
No había escasez de villanos internos: los sindicatos, los mineros, los profesores, los médicos, la BBC, las minorías étnicas, los escoceses, los galeses y los irlandeses católicos.
Para cuando John Major asumió el cargo en 1990 había una sensación de malestar nacional, alimentada por la ansiedad sobre Europa y frustración por el decreciente prestigio de las instituciones británicas.
En 1995 las encuestas de opinión indicaban que sólo una minoría del país se sentía ?británica?, mientras que muchos grupos se sentían subrepresentados (los jóvenes, las minorías étnicas, los londinenses, los escoceses y los galeses).
Más o menos en esa época yo, entonces con precoces 23 años de edad, me encontré metido en el debate sobre la identidad nacional.
En 1997, unos cuantos meses antes de la elección de Tony Blair y unos pocos después de la muerte de la Princesa Diana, escribí un informe donde argumentaba que, en lugar de lamentar la muerte de las viejas narrativas, debíamos celebrar el nacimiento de otras nuevas que reflejaran el orgullo sobre nuestros logros del pasado, al tiempo que celebraran nuestra creatividad, diversidad y espíritu de apertura a los negocios.
El punto de mi informe, elogiado por ayudar a impulsar la iniciativa política y mediática para dar un giro a la imagen de Reino Unido para convertirla en ?Cool Britannia?, fue reconocer al país como un ?revolucionario silencioso? que se renueva constantemente, en lugar de refugiarse en la tradición.
Mi intención era promover un tipo de patriotismo progresista que pronto iba a ser adoptado por la clase política británica, partiendo por Blair mismo.
Para mi sorpresa, cuando el Partido Conservador comenzó a renovarse bajo David Cameron, el predecesor de May, se centró en celebrar una identidad nacional incluyente.
Cameron y el ex Alcalde de Londres, Boris Johnson, representaban la Gran Bretaña moderna, abierta, multirracial y multiétnica que se difundió al mundo en la electrizante ceremonia de apertura de las Olimpiadas de 2012.
De todos modos, en un par de años Cameron ya estaba convocando al referendo del Brexit en una apuesta por obtener votos y Johnson salía al frente como líder de la campaña para abandonar la UE.
En todo caso, no deshicieron los avances de los años anteriores.
Una importante encuesta de opinión mostró hace poco que un tercio del pueblo británico tiene una sensación muy positiva acerca de la sociedad multicultural?, en comparación con un 24 por ciento en 2011.
Mientras tanto, ha bajado la proporción con una actitud hostil a la inmigración y una sociedad multicultural, de un 13 por ciento a un 8 por ciento.
Como argumentara Jeremy Cliffe en The Economist en un artículo de 2015, factores como la creciente diversidad racial, una ciudadanía más educada , la urbanización y una mayor variedad de estructuras familiares parecen apuntar a una mayoría cosmopolita emergente en el Reino Unido.
Como ocurre con todo cambio social importante, la diversidad tiene sus detractores.
Los hombres blancos, ingleses y de clase trabajadora mayores de 55 años se sienten particularmente excluidos del patriotismo progresista y temen acabar siendo una minoría en ?su propio? país. (Según datos citados por Cliffe, la mayoría de la población del Reino Unido será racialmente no blanca para el 2070). Así que se están rebelando contra el cosmopolitismo, y May les sigue el juego.
Algunos temen que este sea el nuevo criterio de normalidad. Cuando el Gobierno de May primero amenazó con obligar a las compañías que dieran una lista de sus trabajadores extranjeros, estaba yo cenando con emprendedores del sector tecnológico de otros países de la UE que están asentados en el Reino Unido, que bromearon con humor negro sobre tener que usar estrellas azules en sus ropas, especulando que un día los años 90 pudieran llegar a verse como la versión anglosajona del infatuo periodo de Weimar en Alemania.
Puede que sea una exageración, pero las inquietudes en torno a que la decisión de May de salir del centro político pueda representar un fuerte retroceso de la moderación política británica son muy reales.
Sin embargo, por suerte la tendencia de largo plazo parece ir hacia la inclusión, incluso si el Reino Unido retrocede hoy un par de pasos.
Hasta May misma, en su reciente ataque al cosmopolitismo, parece haber elogiado sin querer a Gran Bretaña precisamente por lo que ha logrado gracias a él, como la importante proporción de Premios Nobel o la reputación financiera de la City de Londres.
Sin embargo, como lo ha demostrado el voto por el Brexit, el éxito de Gran Bretaña es frágil. Y el aumento de los crímenes de odio es un indicador de que la mayoría cosmopolita emergente simplemente no puede sentarse en segunda fila a esperar ver los efectos de la historia.
Tiene que ofrecer el tipo de política que sea capaz de hacer una separación entre los temores genuinos y el aislacionismo. Debe mostrar cómo Gran Bretaña puede reinventar su economía y su estado para hacer posible un crecimiento equitativo y, con ello, recuperar su papel en el mundo. Debe ofrecer nuevas maneras de crear solidaridad y avanzar en la inclusión.
No debemos permitir que Gran Bretaña acabe convirtiéndose en el “país desagradable”.