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México (30 de marzo).- “No vestirá la mujer traje de hombre, ni vestirá el hombre ropa de mujer; porque abominación es a Jehová tu Dios cualquiera que esto hace” (Dt, 22:5). Roberto duerme en posición fetal arropado por las sombras de la parte baja de una litera y por una cobija vieja. Hasta hace unas horas, Roberto no era Roberto sino Dayana y se prostituía en una calle de Tijuana para comprar la droga a la que es adicto.
Es pasado el medio día en la polvorienta colonia La Esperanza de Tijuana; Roberto se despierta nervioso con la resaca del “cristal” que lo mantiene en un estado de falsa felicidad. Haciendo un esfuerzo, el joven de 31 años se sienta en la orilla de la cama, y lo que queda de la noche de Dayana se mira: una figura delgadísima con sus senos postizos debajo de una playera, el cabello negro alborotado y sucio, los labios aún colorados por el rojo carmesí del labial, el rimel negro corrido en unos ojos hinchados a causa —seguramente— de los deseos de algún cliente masoquista.
“Vine aquí porque quiero dejar la droga”, dice la voz aguda de Dayana, como si ella habitara en el cuerpo de Roberto, sin mencionar palabra alguna acerca de liberarse de la necesidad de estar con hombres, ni de dejar de ser la mujer que no es.
Junto a nosotros, mirando la escena pasivamente desde la esquina de la habitación que aloja a los recién llegados y a los hermanos con problemas más graves de salud, se encuentra José Mora, líder de este albergue número uno de la Iglesia Refugio la Esperanza, una congregación cristiana evangélica que dice poder “liberar” a los espíritus causantes de la homosexualidad.
—Así llegan todas, vestidas, con sus chichis, drogadas, enfermas… —asegura Mora, quien hace algunos años arribó a este lugar justo como Dayana.
—Roberto, ¿crees en Dios? —le pregunto mientras se talla los ojos y haciendo un esfuerzo para no quedarse nuevamente dormido.
—Pues… sí —responde luego de una pausa dudosa y mirando de reojo al robusto líder, como si otra respuesta fuera a dejarlo sin la que parece la única opción de rehabilitación que no incluya actos de discriminación, vejación y violencia en esta ciudad, y, tal vez, del país.
Roberto forma parte de los más de 300 jóvenes vestidos de mujer que el gobierno de la ciudad calcula que actualmente se prostituyen en los giros negros y en las calles de la Zona Norte de esta ciudad fronteriza. Desafortunadamente, estos chicos, al caer en una adicción o cuando necesitan un tratamiento clínico o psicológico por las secuelas que les ha dejado ejercer la prostitución, buscan alejarse de las opciones oficiales por miedo a ser “fichados”.
No obstante, como me dijera Alberto Hernández, investigador del Colegio de la Frontera Norte, la Iglesia Refugio la Esperanza —tal como muchos grupos religiosos en esta ciudad han hecho desde la década de los setenta con el tratamiento de la drogadicción— parece estar más interesada en salvar las almas de los transexuales que en lograr una rehabilitación a partir de enfoques terapéuticos formales que permitan reinsertarlos a eso a lo que ellos temen y llaman “el mundo exterior”.
“No entrará a la congregación el que tenga magullados los testículos, o amputado su miembro viril” (Dt, 23:1). De Cristina solo quedan un par de senos postizos en el cuerpo de Rodolfo. Junto a este hombre de 35 años que permanece en silencio sobre un sofá del vestíbulo de esta casa, ubicada en un polvoriento rincón alejado del centro neurálgico de la vida nocturna de Tijuana, descansa una fotografía de gran formato tomada en 1989 que muestra la metamorfosis que experimentó.
Luego de abandonar México en 1988, y con solo 18 años, Cristina llegó a la ciudad de San Francisco, California, con la intención de comerse al mundo con una arma que moldeó con hormonas y otros tratamientos desde que tenía 12 años y creía poderosa: una llamativa figura de mujer.
Por aquellos días, una amiga que había conocido recientemente le preguntó si sabía bailar. Rodolfo le respondió que sí. Entonces, la chica lo invitó a formar parte de un espectáculo travesti. A partir de ese momento, Cristina se dedicó a trabajar y gozar de las ventajas de ser parte de la vida nocturna de esa ciudad estadunidense famosa por su vida liberal.
El alcohol, las drogas y el sexo que se practicaba sin control y muchas veces sin protección alguna, se mezclaron en tiempos en los que nuevas enfermedades se esparcían sin piedad, sobre todo entre la comunidad lésbico, gay, bisexual, transexual, travesti, transgénero e intersexual (LGBTTTI) del mundo.
Luego de recomponerse de un ataque de tos causado por la neumonía que ahora padece, Rodolfo cuenta en la sala del albergue que por aquellos años viajó también como Cristina a San Diego con la intención de probar suerte en esa ciudad. Sin embargo, en 1990 la policía lo detuvo en una redada en un club donde trabajaba.
Una vez en los separos le realizaron una prueba de sangre. “Tu prueba de VIH salió positiva —le dijo la persona que le entregó los resultados—. No puedes seguir prostituyéndote”. Unos días más tarde, la madre de Rodolfo, quien conocía de su preferencia sexual y su oficio, fue por él a San Diego para traérselo a Tijuana. No obstante, un tiempo después, y a pesar de conocer su estado de salud, Rodolfo decidió regresar a trabajar a las calles vestido como Cristina junto a otros jóvenes.
Uno de aquellos chicos que abarrotaban la famosa calle Primera era Gustavo Silva. Este tapatío de 41 años, piel blanca, cabello castaño y de actual figura varonil, desde hace unos momentos sigue con atención la historia de Rodolfo desde otro sofá abrazando una Biblia.
“Tengo nueve años que no me acuesto con ningún hombre ni me drogo, gracias a Dios. Yo era ésta”, dice mientras saca de uno de los forros de la Biblia una fotografía donde se ve a una atractiva rubia con el típico look de los noventas en una calle de San Diego.
En 2004, Gustavo Silva llegó a uno de los servicios dominicales de esta congregación invitado por un ex compañero de nombre Rogelio, éste hombre es uno de los casos más extremos que por aquí han pasado. Antes de convertirse al cristianismo evangélico y retomar su vida como hombre, Rogelio se llamó Mónica. Este chico, cuentan, estaba orgulloso de sus grandes senos y de sus llamativas caderas; pero de lo que más presumía era de no tener pene, el paso más extremo y que hace que se discriminen, incluso, entre transexuales.
Pero, tal como Rogelio, Rodolfo y Roberto, a su llegada a este albergue, Gustavo buscaba una salida a las adicciones que lo consumían y que lo llevaban cada fin de jornada a consumir cocaína, “cristal” y hasta heroína en la calle Coahuila, pero él no se planteaba abandonar su vida como transexual. “Yo dije, nomás me alivio y me voy de aquí”, cuenta con un inusual entusiasmo al compartir su testimonio.
Pero, como afirma Alberto Hernández, un experimentado investigador sobre religiones del Colegio de la Frontera Norte: “Muchas de estas personas que están en su terapia no necesariamente llegan a convencerse porque ellos se sienten con un cuerpo que adquirieron que era de mujer. Entonces es una lucha en la que constantemente están y que es muy fuerte”.
“Yo dije: Jehová, ten misericordia de mí. Sana mi alma, porque contra ti he pecado”. (Sal. 41:4). Osiel Noé Amado levanta las manos, cierra los ojos y canta con fuerza sin dejar de vigilar a su hijo que corre entre los asientos del templo: “¡No hay Dios tan grande como tú. No lo hay, no lo hay…!”. Es el medio día de un domingo ventoso —y por ende polvoso— en la delegación Sánchez Taboada; el servicio de la Iglesia Refugio La Esperanza tiene ya unos minutos de que comenzó.
Por unas horas este espacioso lugar, rentado por esta comunidad cristiana evangélica en la calle Cruz del Sur, se convierte en una inusual y emotiva congregación de enfermos diversos. Jóvenes y familias enteras oran con intensidad junto a mujeres del albergue número dos que tienen problemas mentales o que viven en situación de abandono; al lado hay hombres que se retuercen, lloran e imploran perdón, habitantes del albergue número tres de enfermos psiquiátricos y adictos; y aún junto a ellos están los hermanos del albergue número uno para homosexuales, del que Rogelio, Gustavo, Rodolfo y Osiel Noé forman parte.
Luego de los intensos cantos y las escandalosas súplicas, Noé se sienta junto a su pequeño para escuchar los avisos de la comunidad y testimonios de algunos de sus hermanos que muchas veces resultan desgarradores. No obstante, las historias que hoy se cuentan aquí en poco se comparan a la inverosímil vida de este hombre moreno de baja estatura que dejó una vida de prostitución y vicios para casarse con una mujer, procrear una niña y un niño y, aún más, convertirse en pastor evangélico.
Osiel Noé nació hace 35 años en una familia de Tijuana con muchos problemas económicos. Cuando apenas era niño un vecino lo invitaba casi todos los días a pasar a su casa. Ahí se acercaba a él y entre juego y juego le tocaba diferentes partes de su cuerpo. Aquellos encuentros se repetían constantemente motivados por los objetos y la comida que esa persona le regalaba.
Un día —me contó Osiel después del servicio visiblemente apenado y alejado de su hijo de cinco años— su madre se vio muy apretada de dinero al punto de no tener con qué darles de comer a él y a sus hermanos. Entonces, llamó al pequeño y le pidió que fuera con el vecino.
A partir de ese momento, cuenta, sintió que no había problema alguno por intercambiar favores sexuales a cambio de dinero, creyendo incluso que su madre lo apoyaba. Más tarde, el chico comenzó a tener experiencias con otros hombres, a vestirse de mujer y a ganarse la vida a través del trabajo sexual. Así, por años, igual que la mayoría de los 16 internos que fluctúan en el albergue, vivió entre Estados Unidos y México hasta que cayó en el alcoholismo y la drogadicción.
Hace 13 años, Osiel fue invitado a lo que en esta congregación llaman terapia de liberación, una serie de pasos para que los homosexuales logren ser lo que hasta ahora no han sido. Una vez desintoxicado de las drogas que consumía, lo invitaron a que se cortara el cabello, que se vistiera con camisa, pantalón y zapatos, y que se deshiciera de los implantes de seno que tenía. “Mire —me dice levantándose la camisa—, solo me quedan las cicatrices”. Además, como parte de su “tratamiento”, lo invitaron a creer en Jesucristo.
“La homosexualidad es producto de engaños del diablo, y sus deseos insanos son producto de espíritus malignos”, ha dicho en varias ocasiones la pastora Leticia Rosas, una mujer que hace 18 años decidió ayudar a través de las enseñanzas bíblicas a quienes necesitaban ayuda.
Para esta mujer de 47 años, originaria de Nayarit, quien a través de donaciones y de la venta de verdura y fruta ha logrado establecer cuatro albergues de la Iglesia La Esperanza en Tijuana, la adicción a las drogas así como la homosexualidad, son originadas en la infancia por abusos. Esas memorias dolorosas, dice, atraen a los espíritus que se instalan en las víctimas.
Aunque nunca fue homosexual, Leticia puede decir que fue una víctima sexual. Cuando tenía cinco años de edad, un tío político abusó de ella, algo que nunca confesó a su madre sino hasta muchos años después. Esta mujer de mirada serena y cabello negro, vivió en una escuela de monjas hasta los 14 años; sin embargo, al regresar a casa escapó con un hombre que la dejó embarazada de una niña por lo que más tarde decidió irse a vivir a Los Ángeles donde conoció a un ex adicto a la heroína, quien la acercaría al Cristianismo.
Ya como pastora, hace más de una década, se instaló en Tijuana para comenzar su ministerio. Uno de los sitios donde trabajó más intensamente fue en la sección femenil de la Penitenciaría del Estado de Baja California. Ahí, mientras predicaba, observó que una de las internas escuchaba atentamente sus palabras sin acercarse. Sin embargo, la pastora se dio cuenta de que no era ella sino él; aquel joven se llamaba Armando. La pastora Lety logró predicarle la palabra de Jesucristo y, un par de años después, al salir de la cárcel, el joven se fue a vivir con ella, iniciando así este albergue para homosexuales.
Lo que vio la pastora Lety fue un capital grande en una ciudad donde no hace mucho, en 2006, 30 transexuales tuvieron que huir debido a la persecución por parte de la policía, y en un país que actualmente cuenta con el nada honroso segundo lugar en crímenes de odio por homofobia a nivel mundial (solo detrás de Brasil) con 798 muertes, según el Instituto Oikos Centro Integral.
En el futuro, posiblemente Dayana no se vaya tan fácil del cuerpo de Roberto. Tal vez, tengan que pasar años para que Gustavo pueda encontrar a la mujer que lo excite. Quizá Osiel Noé tenga que aguardar algunos años más para hablarle a su hijo y su hija de su pasado. Y, probablemente, Rodolfo no alcanzará a ver su sueño cumplido de tener un negocio en el “mundo exterior” a causa del VIH que lo consume.
No obstante, a pesar de la triste e insegura colonia donde se encuentra este inmueble, con sus casas de tabicón y lámina, quienes se dicen ex homosexuales respiran al interior del albergue un aire de confort y paz.- (Por Julio Godínez, para Milenio)