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Sobre Donald Turmp, esto no es normal.
Esta es traducción libre de un artículo de Stephen Crowley, escrito para The New York Times.
Esta es mi última columna del año.
En 2015, mi última columna fue un resumen de las más importantes historias de justicia social, según fueron jerarquizadas por intelectuales y activistas.
Pensé que haría de esa, una tradición anual; pero este año Donald Trump se ha entrometido.
No es que las noticias de justicia social hayan disminuido; no es el caso, para nada. Pero la elección de Trump plantea una amenaza tan significativa —y única— a este país, que, para mí, todos los demás asuntos, por desgracia —solo temporalmente, espero— quedan atrás por el sentido de calamidad que presagia.
La nación está a punto de quedar bajo el control de un demagogo descalificado e indigno; además, con los republicanos controlando toda la legislatura, poco podrá hacerse para restringir su poder e impredictiblidad.
Es como ver un gigante péndulo que se mueve hacia tu pierna, que, seguro la romperá, en tanto contemplas, sin remedio, cómo quedará tu hueso fracturado.
Ya lo dijo a Oprah Michelle Obama: Estamos sintiendo lo que es perder la esperanza. De hecho, puede ser que estemos al punto de saber lo que se siente ver erosión en la libertad, en el liderazgo competente y en la soberanía absoluta.
La capacidad de nuestra democracia de soportar este embate, no es predecible. No está libre de daño e incluso destrucción. La Constitución no puede prevenirlo del todo; tampoco pueden los protocolos o las asambleas constitucionales. La defensa real contra el autoritarismo es una ciudadanía informada y comprometida, opuesta a la pasividad y al desgaste.
En otras palabras, lo único que puede proteger a los Estados Unidos del hombre que se sentará en la cúspide de su poder, es una urgente insistencia del público de que una alteración radical de nuestras costumbres y conceptos de rendición de cuentas no son discutibles, que la autoridad en una democracia se origina en la urna, quedando sujeta a rendir cuentas a sus electores.
La gente está ansiosa e insegura por Trump. Se aclara la dimensión de la interferencia rusa en nuestra elección —un esfuerzo que, de acuerdo a recientes reportes, fue para dañar a Hillary Clinton e instalar a Trump como presidente. Las implicaciones de tal transgresión —muy cercana a un acto de guerra— son espeluznantes.
Que un gobierno extranjero hostil ejecute un plan para influenciar —y dañar, sin duda— los fundamentos de nuestra democracia, es un acto de daño inconmensurable. Las repercusiones son incalculables: corroen la fe en el proceso, en los electos, en la seguridad nacional y en nuestra supuesta autonomía.
Tener a un presidente que rechaza reconocer la violación para evitar la marca que tendría por siempre como el Candidato Manchuriano, o, más directamente, La Mula de Moscú, no es normal.
Más aun, tener a un presidente ridículamente amable cuando se tocan temas de Rusia; cuyo director de campaña tuvo lazos pro-rusos; cuyo hijo dijo en 2008, “Los rusos forman una muy desproporcionada sección cruzada de nuestros activos…”, y agregó, “Vemos mucho dinero fluyendo de Rusia”; quien ha nombrado como su Secretario de Estado un hombre condecorado por Vladimir Putin con la Orden Rusa de Amistad, no es normal. No es justo que los norteamericanos tengan que preocuparse porque es posible que la Casa Blanca se convierta en un anexo del Kremlin.
Más aun, tener un presidente que se rodea de una galería de simpatizadores de la supremacía de la raza blanca, de extremistas anti musulmanes, de devotos de las teorías de la conspiración, de doctrinarios anti-ciencia y de negadores del cambio climático, no es normal.
Tener a un presidente del cual sabemos nada del grado en que está involucrado con otros países —en parte porque ha rechazado hacer públicas sus declaraciones fiscales— no es normal.
Tener a un presidente con inherentes y masivos conflictos de interés entre ser propietario de su empresa y dirigir el país, no es normal.
Es posible que los presidentes estén exentos de conflictos de interés por previsiones en la ley, pero quedar exento de que se le aplique la ley no implica que un presidente pueda poner sus negocios personales por encima de los intereses de la nación.
Tener a un presidente que fomenta venganzas cursis contra la prensa y usa su gran poder para atacar cualquier artículo que reporte hechos que no lo adulan, no es normal.
No importa si su motivación es por cálculo —particularmente hacia divergir— o por compulsión: su comportamiento es preocupante y peligroso.
Tener a un presidente que no dispone de tiempo para recibir informes diarios de inteligencia, pero que sí encuentra tiempo para cursilerías anti-intelectuales, como escenificar fotos con un rapper afectado o tuitear insultos como un insomne maníaco, no es normal.
Entiendo completamente que es difícil mantener un nivel elevado de ira. Fatiga.
Pero la alternativa es rendirse al nihilismo nacional y a darle la bienvenida al enemigo.
Los próximos 4 años podrían hacer época en la historia de este país. Podrían ser la prueba del límite de los poderes presidenciales y la pasividad del público.
Creo que la historia juzgará amablemente a esos que continuaron gritando, desde las azoteas, a través de su propia visión y contra el conformismo corrosivo: ¡Esto no es normal!
Traducido por Franz de J Fortuny Loret de Mola