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Si vivimos en una democracia, podemos o no estar de acuerdo con lo que la mayoría apruebe, pero tenemos que aceptar que ha sido escogido, eso que nos molesta, por la mayoría. Una vez que la mayoría —o la minoría manor— ha tomado una decisión en las urnas o en las cámaras legislativas, ya no hay protesta que pueda valer.
En el momento en que estas líneas están siendo escritas, los alrededores de la Cámara de Diputaods están siendo lugar de manifestaciones agresivas, no violentas, pero sí agresivas de gente del SME y del movimiento llamado #YoSoy132. Ambas organizaciones de minorías mexicanas —de las cuales hay miles en todo el país— están protestando airadamente porque no están de acuerdo con la aprobación del dictamen de la nueva Ley Federal del Trabajo, que podría ser aprobada para elevarse a legislación definitiva.
¿Qué pasa? Es obvio que lo que estamos viendo es una prueba clara y concisa de que la democracia no es un sistema aceptado en nuestro país. Nadie cree en ella. Y este es solo uno más de los problemas heredados de ese pasado autoritario del PRI, cuando los resultados de las elecciones ya estaban arreglados. ¿Cómo le explicas a un mexicano de los que vivieron ese pasado que las cosas no son iguales ahora?
En 2006, el movimiento de AMLO se encargó de sembrar la duda nacional con respecto a la confiabilidad del IFE. A nivel internacional, el IFE tiene una fama muy merecida de que su trabajo es correcto. Su encargo es contar votos y eso lo hacen bien. Su encargo es publicar los resultados de cada elección, y eso lo hacen bien. Por desgracia, la perspicacia del mexicano, maleada por los años de la mentira constante, hace que continúe sin confiar.
Me pregunto cuántas veces en el transcurso de un año escolar, los educandos mexicanos que van a las escuelas, sean públicas o privadas, oyen algún discurso de algún maestro o maestra relativo a lo que significa una democracia. ¿Les explican a los educandos lo que realmente sucedió en 2006 o les explican la fábula creada por quien perdió —muy escaso margen, pero perdió— y no supo ser lo suficientemente demócrata como para aceptarlo?
El que no gana insiste en protestar. Claro, las elecciones pueden perderse por muchas causas que la legislación ya ha considerado como válidas para impugnar procesos. Pero normalmente los resultados no se tocan debido a que las causas de impugnación, aunque pueden ser aceptadas por los jueces, estos siempre harán un cáclulo para tratar de descifrar si esos procesos sucios podrían haber sido revertidos en caso de que no se hubiesen dado las causas de la impugnación. Casi en todos los casos, el partido que obtiene más votos acaba ganando.
En 2006 así sucedió, con todo y que se les exigió a los jueces que abrieran una gran cantidad de pauetes. Por más que se trató de revertir el resultado, las causas que se usaban acababan quitándole aún más votos al perdedor que al ganador, ampliando le brecha.
Los votos se cuentan, uno por uno, precisamente el día de la elección. Para hacer ese recuento se necesitan unos 1.2 millones de mexicanos trabajando entre 3 y 6 horas —tiempo que les lleva ponerse de acuerdo y revisar los recovecos de nuestra ley electoral.
En un diálogo con los que aceptan un resultado aceptado por la mayoría, ¿qué es lo que van a argumentar los inconformes con un resultado? En nuestro país hemos desarrollado una muy alta capacidad de encontrar razones para sustentar nuestras inconformidades. Pero la única causa que hoy, una democracia en la que sí se cuentan los votos bien, debemos de atender, es que el votante no llegue a las urnas sin conocer los detalles más importantes para sustentar la razón de por quién votar.
Hoy estamos, en México, una situación en la que el voto no puede ser dejado al gusto del elector, porque no se trata de escoger por gustos, sino por leyes y conveniencia general del país.
Maestros y maestras: parece que ustedes tienen una grave responsabilidad en el futuro demócrata de México —democrático, ya es— porque una democracia necesita ciudadanos demócratas: eso es lo que aún no tenemos entre nuestra población.