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BOSTON, Massachusetts, EE.UU., 4 de mayo.- El cráneo de Tamerlan Tsarnaev, uno de los terroristas que participaron en los recientes atentados de Boston, se halla a disposición de Robert Cantu, un neurólogo americano que quiere examinarlo para saber si el asesino sufría encefalopatía crónica traumática, el trastorno degenerativo que padecen algunos deportistas, entre ellos los boxeadores, y que es causante de fuertes depresiones y agresividad. Quienes lo conocían definieron a Tsarnaev como una persona irascible, un rasgo característico en los pugilistas sonados por culpa de las lesiones cerebrales.
Tamerlan, en sus inicios como boxeador.
El cerebro ha sido siempre la primera pista del crimen. El estudio científico de la delincuencia arranca en una mañana fría y gris de noviembre de 1871, en Italia. Cesare Lombroso, psiquiatra y médico en un asilo para criminales dementes, estaba realizando una autopsia de rutina del cadáver de un bandido calabrés llamado Giuseppe Villella y encontró una hendidura inusual en la base de su cráneo. A partir de ese momento, iba a convertirse en el padre fundador de la criminología moderna.
La controvertida teoría de Lombroso se centraba en dos aspectos clave: que el crimen se originaba en gran medida gracias a las deformidades del cerebro y que los delincuentes eran el fruto de un retroceso en la evolución de las especies más primitivas. Éstos, a su juicio, podrían ser identificados atendiendo a características físicas, tales como una gran mandíbula y una frente inclinada. De acuerdo con sus mediciones de tales rasgos, Lombroso creó una jerarquía evolutiva, con los italianos del Norte y los judíos en la parte superior y los italianos del Sur, como Villella, junto con los bolivianos y los peruanos, en la parte inferior. Estas creencias, basadas en parte en las tesis seudocientíficas frenológicas sobre la forma y el tamaño de la cabeza humana, florecieron en toda Europa a finales del siglo XIX y principios del XX. Lombroso era judío y un célebre intelectual en su época, pero la teoría que alumbró resultó ser social y científicamente desastrosa, partiendo del fomento de las ideas de principios del siglo XX acerca de qué seres humanos eran o no aptos para reproducir o incluso vivir.
No hace falta decir que la teoría racial de Lombroso cayó en un descrédito más que justificado tras los horrores de la II Guerra Mundial, pero el psiquiatra demostró ser un clarividente por el énfasis que puso en la fisiología cerebral y en los rasgos. En la actualidad, los científicos han desarrollado un argumento más convincente para definir los componentes genéticos y neurológicos del comportamiento criminal. Han descubierto, casi literalmente, la anatomía de la violencia, en unos momentos en que los atentados se han convertido en una preocupación máxima para la seguridad de las personas.
Los estudios de imagen cerebral documentan alteraciones en los delincuentes. Los asesinos, por ejemplo, tienden a tener un peor funcionamiento de la corteza prefrontal -el ángel de la guarda que mantiene el freno impulsivo-, una conducta desinhibida y emociones volátiles. Obviamente, no todo el mundo con un perfil peculiar de cerebro es un asesino, y no todos los delincuentes responden a un mismo modelo. Los que planean sus homicidios, como sucede con los asesinos en serie, suelen tener un buen funcionamiento prefrontal. Esto tiene sentido, ya que deben ser capaces de regular su comportamiento con cuidado con el fin de evitar ser detectados durante largo tiempo.
Cantu, a propósito de la supuesta encefalopatía crónica traumática de Tamerlan Tsarnaev, se ha apresurado a aclarar que el atentado de Boston fue un crimen muy premeditado para relacionarlo con la pérdida de control de los impulsos que sufren las personas con deterioro cerebral. Pero advirtió la importancia que podría tener en su conducta el hecho de que hubiera recibido demasiados golpes en la cabeza. (Luis M. Alonso/La Nueva España)