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Mi ángel de la guarda es bueno, paciente, sufrido y abnegado. Nos conocemos desde niños y ha ido creciendo junto conmigo, sin duda por espíritu solidario pues es bien sabido que los espíritus no envejecen.
Se apuesta todas las noches en el extremo derecho de mi cama con marcial continente, con la espada desenvainada, en actitud vigilante. Cada mañana al despertar lo saludo dándole los buenos días y siempre antes de dormir, le doy las buenas noches y le suplico que si acaso llegara a morir durante el sueño, nunca me abandone y desampare en semejante trance, reiterándole que es cuando más valioso me será su amparo para preservar la integridad de mi alma y llevarla a buen destino: a la presencia del Señor.
Platico mucho con mi ángel: le ruego que me defienda de las acechanzas del maligno y lo aliento a disponerse hacia el combate. Halago sus facultades y destrezas e intento por todos los medios prestarle los modestos auxilios que mi débil condición permite.
Si logro superar las tentaciones, se pavonea con aire gallardo y satisfecho. Intenta el paso de ganso, pero se le complica por las dimensiones de las alas.
Si incurro en tentaciones lo dejo muy maltrecho, avanza a trompicones con la adarga desastrada, enlodado el plumaje, más nunca pide cuartel ni se declara vencido por su estirpe de peleador. Tan pronto suenan los clarines del apremio, se dispone al combate, apresta sus arreos, restaña su apariencia y se lanza hacia la brega.
Me he encariñado con mi ángel. No en vano hemos compartido juntos tantos años. A decir verdad, no se si es mío o soy de él. Más bien ambos somos uno.
En las horas de insomnio, me distrae y refresca con su batir de alas y durante mis tristezas, ese rítmico agitar provoca una melodía dulcísima que me conforta y me consuela.
Es mi primer confidente. No es mi cómplice, pero tampoco me delata. Baja los ojos a la vista de una mala acción y finge demencia. A la hora de comparecer a ser juzgado, confío en que sin rebelarse, intentará ponerme a salvo, argumentando alguna cosa en mi defensa.
Contempla con aire paternal las travesuras de mi hijo. Sonríe bonachón cuando me ve besarlo. Se carcajea francamente cuando me nota apabullado por la corpulencia de semejante grandullón, que me acribilla a su sabor.
Por usos y costumbres, ha adoptado mi apellido. Cada que le pregunto por su nombre, lo musita a mi oído, pero no alcanzo a escucharlo. Sin embargo, se que solo debo invocarlo, de palabra o pensamiento, para que llegue oportuno en mi auxilio como solía hacerlo en épocas pretéritas la caballería.
Me gusta verlo de hinojos persignándose, acompañando mi rezo del rosario. Me agrada más aún saber que no toma vacaciones y que no pide aumentos de salario, que me competa sufragar. Empero, entiendo la manera con que debo satisfacer y remunerar sus afanes.
Reitero que lo amo como al más viejo y querido amigo. No puedo sino agradecer su presencia y protección, con la sencilla plegaria aprendida de mi madre y transmitida de generación en generación, ad infinitum: Santo ángel de mi guarda, dulce compañía, no me desampares ni de noche, ni de día, hasta que me dejes en paz y alegría, con todos los santos, Jesús, José y María...
Dios, Patria y Libertad