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MADRID, 21 de febrero.- Héctor Giner, un muchacho valenciano de 17 años, se interroga incesantemente, postrado en una cama de hospital, qué le pasó por la cabeza el día que decidió colgar las botas de fútbol y ajustarse un silbato al cuello. Aún maldice ese día. Ahora no puede ir a sus clases de bachillerato, y no quiere volver a arbitrar tras sufrir una agresión brutal por un jugador de Segunda regional, a quien expulsó y por la que ha estado a punto de perder la vida.
El suero sigue cayendo, gota a gota, desde la bolsa a la vena del brazo de Héctor. Con idéntica cadencia que en el pasado otros árbitros como este joven temieron por su integridad física, o incluso por su vida, vestidos de negro en la inmensidad del césped, indefensos, como presagio de luto venidero. De nada ha servido la campaña lanzada el 11 de febrero desde cinco web hechas por árbitros.
Foto de A.M.M., el presunto agresor, quien llamó «subnormal» al colegiado y le propinó un puñetazo en la cara y dos fuertes patadas tras ser expulsado. A. M. M. es agente de la brigada de Seguridad Ciudadana, pasó la noche en el calabozo y la juez lo dejó en libertad.
Héctor intentaba impartir justicia entre jugadores que le doblaban en edad, antes de perder el bazo por un salvaje «disfrazado» de futbolista. El suyo es el último ejemplo de la indefensión de un diminuto hombre rodeado de otros veintidós, y de otros cientos más que circundan un rectángulo destinado en teoría a aceptar las reglas de etiqueta que impone el deporte. Ese mismo impulso que llevó hasta el arbitraje a Héctor empujó al holandés Richard Niuwehuizen a vestirse con la camisola de la equidad de un linier.
Richard figura como la última víctima mortal en Europa por el hecho de llevar un silbato entre los labios. Falleció en diciembre pasado, tras ser brutalmente golpeado por un grupo de adolescentes en un encuentro de fútbol en Almere (noroeste de Holanda).
Los casos de Héctor, en España, y de Richard, en Holanda, demuestran la globalidad de la violencia y el riesgo de arbitrar por un puñado de euros anónimos, inadvertidos para la opinión pública hasta la difusión de sus terribles heridas. Pero la violencia contra el vigésimo tercer hombre en los terrenos de juego para aficionados tampoco se detuvo en los repletos estadios del fútbol de máximo nivel, en donde un árbitro puede llegar a cobrar hasta 3,500 euros brutos por encuentro.
El delantero Dani Benítez, del Granada, fue suspendido la pasada primavera con tres meses por lanzar una botella llena de agua contra el rostro de Carlos Clos Gómez, el colegiado del partido. Clos Gómez, acabado el encuentro, pudo con su mano derecha anotar en el acta lo ocurrido, mientras sujetaba con la izquierda el apósito del pómulo izquierdo sobre los puntos de sutura.
Otro árbitro, el asistente César David Escribano, recibió el impacto de un objeto lanzado desde la grada del estadio Cartagonova, en abril de 2012 y en partido de Segunda división. Escribano cayó fulminado. El partido Cartagena-Celta quedó suspendido.
Mariano González, otro colegiado pero argentino, fue alcanzado en el pecho por una piedra, en el partido de Liga Boca Juniors-Gimnástica, el pasado 14 de febrero. González también se desplomó sobre el césped.
Las agresiones no cesan en el fútbol. Una encuesta elaborada por la web «árbitro10.com», en la que preguntaba si la violencia contra este colectivo había aumentado, arrojó una mayoritaria inclinación (37 por ciento de los votos) por una respuesta: «Sí, cada vez hay gente más desquiciada en la sociedad». Este mismo mes, en la localidad sevillana de Marchena, el colegiado Juan D. D. A. recibió una paliza por parte de una veintena de personas después de pitar el final de en un partido de Primera Provincial. (EFE)