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México (15 de marzo).- Sentado en un cuarto pequeño en el Reclusorio Oriente, Gabriel jura que él es incapaz de ser un tratante de personas. Se acomoda al centro del único escritorio de la habitación, usa las palmas de sus manos para alisar su uniforme color caqui de presidiario y hace la señal de una cruz. “No soy eso que dicen de mí… inclusive yo quería ir a Derechos Humanos a decirles que las calles no son de nadie, para ir y empezar a agarrar a todos los padrotes”.
Es el segundo hombre en la historia del Distrito Federal en ser condenado por trata de personas con la nueva ley. Tiene 50 años, nació en la delegación Gustavo A. Madero, dice que trabajaba honradamente como escolta de un militar retirado y que por velar por la seguridad de mujeres vulnerables lo acusan de ser proxeneta de la colonia Guerrero, de usar sus nexos con Los Zetas para infundir terror a las trabajadoras sexuales y cobrarles cuotas por protección.
Es enero de 2014 y el frío se cuela por la habitación que nos han asignado en la prisión. Huele a papel rezagado de cientos de oficios de reos que ya cumplieron sus sentencias. Al hablar sobre su expediente, que lo obliga a compartir el dormitorio ocho con los padrotes de la banda Los Aztecas, su cuerpo robusto se estremece para advertir que todo es una conspiración de dos policías y una sexoservidora alterada, porque él es todo lo contrario a lo que le acusan: es un defensor de derechos humanos encarcelado, salvador de lesionados en el terremoto de 1985, condecorado por la Cruz Roja.
“Entonces, ¿qué hacías vigilando por las noches, y a unos metros de distancia, a las trabajadoras sexuales?”, pregunto. Él se mira los zapatos negros, sin calcetines. Acepta que sí hacía labores de vigilante en una zona de trata de personas, pero es porque su misión en la vida es ayudar a prostitutas; que sí las rondaba vestido de negro, pero era para protegerlas y lo hacía gratis; que sí apuntaba las placas de los coches que se las llevaban, pero era porque se preocupa mucho por ellas; que todas son sus amigas y pueden hablar favorablemente de su trabajo altruista, aunque ninguna haya querido testificar a su favor.
“No cobraba nada [por cuidarlas]. Me retiraba como media cuadra y cuando se iban a hacer un servicio me hablaban. Si se iban a tardar, iba yo por ellas caminando y me regresaba”, refunfuña Gabriel y mueve su brazo derecho, exhibiendo un diablo que se tatuó cuando estuvo en Tijuana.
Dios lo ayuda, asegura con una sonrisa, a sobrevivir la injusticia de la cárcel por ser buen samaritano. Cruza los pies, echa para atrás el cuerpo y sonríe mostrando una dentadura descuidada que se puede traducir en un “confía, te estoy diciendo la verdad”.
Entonces recuerdo las palabras de Selena, una sexoservidora independiente de la colonia Guerrero: si en el abanico de delincuentes hay uno que sobresale por engañar, ese es el tratante; mentirá para confundir y salirse con la suya; su religión será el beneficio propio, arruinando a los demás, su credo será la mentira. “No le creas ni una palabra”, dice.
La averiguación previa FDTP/TP-1/-T1/90/13-10, basada en la narración de la víctima de Gabriel Vega Mújica, cuenta la detención del padrote: en abril de 2013, Juana S., trabajadora sexual de 48 años, estaba en búsqueda de un nuevo lugar dónde prostituirse, luego de una sequía de clientes alrededor del Metro Pino Suárez. Angustiada por encontrar un nuevo espacio en la calle, pues de ella depende la casa donde vive con sus tres hijos y su mamá, empezó a preguntar por nuevas zonas seguras.
Días más tarde, una sexoservidora le contó de un callejón donde podían “pararse” sin problemas: en Esmeralda, esquina Paseo de la Reforma, colonia Guerrero, hay mucho movimiento de clientes y ningún tratante, le dijo. Así que abandonaron el Centro Histórico y caminaron hacia allá. A las 16:00 horas se habían instalado a unos pasos de la Procuraduría General de la República y esperaban el primer auto que se les acercara.
No había llegado el primer cliente cuando un hombre se acercó a Juana y le preguntó: “¿Te vas a parar aquí?”. Ella asintió y el lugareño le dijo que, entonces, tenía que conocer a Gabriel, quien llegó caminando. “Si vas a venir, me tienes que dar 35 pesos diarios, porque aquí yo soy el que las cuida”, le aleccionó Gabriel. Juana aceptó. Al menos, pensó, es una tarifa fija y aquí habrá clientes que sí podrían pagar su cuota de 200 pesos más el hotel, que podía ser el San Fernando, Ibero, La Paz o, en el peor de los casos, unos baños públicos de la zona.
Pero conforme pasó el tiempo, el trato con Gabriel se tornó abusivo: aunque un día no hubiera clientes o ella no fuera a trabajar, debía pagarle, y la cuota subió. Cada mes le entregaba al supuesto cuidador mil 50 pesos por trabajar en una colonia donde debía rebajar su cuota hasta 80 pesos por servicio. Las cosas iban mal, pero a mediados de septiembre se pusieron peor: Gabriel dejó de ir a la colonia y un mes después reapareció exigiendo el dinero acumulado en los días de su ausencia.
“¿Ya tienes mi dinero?”, interrogó él. “¿Cuál dinero? ¿Qué te debo?”, contestó Juana. “No te pongas al pedo, porque si no, te cobro 100 pesos diarios”, arremetió Gabriel, vestido de negro. Juana hurgó en su pantalón, sacó un billete arrugado de 100 pesos y lo puso en la palma de su mano para mostrarle que era todo lo que había ganado esa noche. Gabriel lo arrebató y lo guardó en su chamarra.
“Tú el lunes no trabajas aquí, ya te dije”, gritó antes de darle la espalda. Ella inmediatamente sacó su celular para pedir ayuda. Antes de que alguien la auxiliara, Gabriel le dijo las últimas palabras que ella escuchó: “Si no te vas, y te veo el lunes aquí parada, te voy a traer gente para meterte presión y que te den en la madre”. Cruzó la calle, se recargó en un puesto de tacos, encendió un cigarro y, en medio de la noche, le clavó una mirada burlona para amenazarla.
La sonrisa se le borró del rostro cuando minutos más tarde vio a los policías Juan Manríquez y Joel Morales, en la patrulla P9336, hablar con Juana y luego acercarse a él. Le pidieron que colocara todo lo que tuviera en sus bolsillos sobre el vehículo para una inspección. Ahí vieron el billete de 100 pesos que lo incriminaba.
Según la nueva ley de trata, este delito se configura cuando alguien se beneficia económicamente de la prostitución ajena, ya sea cobrando cuotas o recibiendo una “comisión” por cada servicio sexual. Y basta con el testimonio de una persona para ser detenido.
“Así me chingaron”, recuerda Gabriel sobre la noche del 26 de octubre de 2013. “Pero si en realidad yo tuviera que ver o algo, pues le diría ‘sí, yo tengo algo que ver en este problema’, pero es mentira”.
La campaña global de la ONU contra la trata de personas, Corazón Azul, perfila que uno de los principales rasgos de un proxeneta es su capacidad para engañar. Como los sicarios necesitan sangre fría para decapitar, los tratantes requieren amaestrar la mentira para recolectar víctimas.
Su manera de contar historias, seducir, hacerse pasar por corderos y luego enseñar los dientes, es lo que ha hecho que su “oficio” muerda en México a 20 mil niños y mujeres cada año; su labia se suele enseñar de generación en generación y provoca que, voluntariamente, las víctimas acudan a ellos sin necesidad de violencia.
Su verbo también tira juicios: el Observatorio Nacional Ciudadano pidió a las 32 entidades federativas la estadística de cuántas personas han sido condenadas a cárcel por trata. Sólo 16 estados respondieron y, en total, reportaron 275 detenciones de 2010 a 2013. De ésas, sólo se obtuvieron 17 sentencias. En el resto de los casos, los presuntos proxenetas convencieron a los jueces de ser inocentes.
“Son mentirosos profesionales”, asegura Alma Tucker, directora de la ONG Red Binacional de Corazones. “Te hacen creer que son inofensivos y luego sacan las garras”.
“Estaba yo parado cuando esta señora [Juana] la agarró conmigo y [me dijo] ‘súbete a la patrulla’. Primero me acusaba de que mariguano, que le pedí 35 pesos, luego que 100.
“A mí no me ha gustado que abusen de otra persona. Aparte, ellas son personas que están lastimadas, que son madres solteras, que han sido golpeadas, pues han tenido bastantes problemas en sus vidas, aparte el riesgo que llevan al irse con cualquiera. No cualquiera se va así con cualquiera, y acá a que las maten o que les den droga, o las enredan. Entonces, en ese plan yo las ayudé”.
Insiste en que nunca le pareció que vigilar durante meses a muchachas, darles protección “sin costo”, pedirles que le llamaran al celular para avisar que se van con un cliente, ir por ellas a los hoteles y ser detenido con dos celulares haría sospechar que se dedicaba a la trata de personas.
“Ahora este delito es de impacto por la diputada esta que empezó lo de la trata, ahorita le dan al patrullero no sé cuánto dinero, luego al MP [Ministerio Público], ¡pues les conviene!… Yo no sé si sea por parte del Presidente, de todos los que trabajan en el gobierno, para comprobar que están metiendo gente, pero en realidad no agarran a los que son”, afirma Gabriel, indignado.
Agacha la cabeza y hace una mueca de dolor. Quiere que alguien le pregunte por su malestar. Dice que le urge salir de prisión porque está enfermo, que le han salido unos abscesos de grasa y donde duerme es una celda que comparte con 30 personas hacinadas que le impiden recostarse con las piernas estiradas. Que sólo sanará si está en reposo y en un lugar aseado, es decir, en su casa. Para mostrar la suciedad, enseña una mancha de grasa, justo debajo de una cita bíblica, Corintios 7:14, impresa en su playera: “Me gusta mucho hablar de la palabra de Dios”.
Además de poner atención a la Biblia, Gabriel escucha con atención a sus compañeros de celda, acusados de trata, a quienes en la entrevista llama sus “compas”. Confiesa que le interesan sus pláticas, que quiere aprender de ellos y saber cómo “mueven” mujeres. El objetivo, asegura, es juntar tanta información que le permita negociar su propia libertad a cambio de ubicar a padrotes y madrotas activos. Los nombres los recita de memoria: Lupe controla en el Metro Pino Suárez, Alejandra en Paseo de la Reforma, La Kioto en el perímetro del panteón de San Fernando.
“Me gusta esto para saber más en realidad, cómo es el movimiento de estas personas, porque me quiero empapar bien. Sí quiero hablar a Derechos Humanos”.
Gabriel se mueve de la silla y se pone de pie. Luce inofensivo aún en la cárcel, un territorio que conoce bien porque lo ha pisado en cuatro ocasiones: dos por robo agravado de vehículo, una por violencia doméstica y esta vez por trata. Al cabo de 75 minutos me extiende la mano y da un apretón fuerte.
“No se le olvide poner ahí que soy inocente, ¿eh?”, dice a manera de despedida y vuelve a su celda.
La historia de Gabriel no se sostuvo ante el Tribunal Superior de Justicia del Distrito Federal. El 31 de octubre de 2013, el Juzgado 50 Penal emitió la orden de aprehensión por el delito de trata de personas agravado por amenazas. Aquellas últimas palabras de Gabriel a Juana —“te voy a traer gente para meterte presión”— lo hundieron.
A partir de su detención, le tomó cinco días al juez determinar en el proceso 231/2013 que echaría tierra sobre su versión de buen samaritano: “Sobre mero sentido común, la lógica racional y la experiencia, como condiciones de concurrencia elemental en todo juicio crítico, llevan a ver que la postura rechazante (sic) del incriminado resulta del todo improbable”, reza el documento.
El día de la entrevista en la cárcel, Gabriel aún tenía esperanza de salir. Esperaba sentencia y tenía el anhelo de que fuera absolutoria. La misma ilusión tenía su hermana, Alicia, quien está convencida de que su “delito” fue juntarse con personas equivocadas.
Pero el 14 de febrero, el hombre del tatuaje de diablo escuchó detrás de las rejillas de prácticas una sentencia condenatoria: por 15 años, 10 meses y nueve días el vigilante de sexoservidoras será vigilado en el Reclusorio Oriente.
Entonces recuerdo las palabras de Gabriel, quejándose de la vida en prisión. “Estoy bien incómodo allá en mi dormitorio, no hay agua nunca. Hay que pagar hasta por pasar lista”.
El padrote que cobraba en la calle ahora paga en prisión.- (El Universal)