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No es aventurado pensar que un buen porcentaje de los votantes que apoyaron a Enrique Peña el año pasado lo hicieron bajo el supuesto de que el regreso del PRI conseguiría, repentinamente, la disminución de la violencia en México. El pensamiento mágico iba más o menos así: el PRI, a diferencia del PAN, sabría cómo “arreglarse” con los criminales. Por arriba o por abajo de la mesa —qué más da— el PRI lograría una suerte de pax narca que devolvería a México la tranquilidad. La posibilidad de este supuesto pacto con el narcotráfico encontró tal arraigo que algunas voces en Washington se dijeron genuinamente preocupadas. El lector recordará cómo, a unas semanas de la elección, el senador estadunidense John McCain dejó entrever su inquietud. En México, los supuestos poderes mágicos del PRI generaron una esperanza infundada, ingenua. El PRI, claro, supo aprovechar su propio mito. Una y otra vez durante la campaña se presentó como el “partido papá”, el que sabe dar un golpe en la mesa y poner la casa en orden. Insisto: al final, el número de votantes que incluyó esta variable en su cálculo frente a las urnas debe haber sido considerable. Lástima que, previsiblemente, resultó una patraña.
Los primeros cien días de gobierno de Enrique Peña Nieto deben servir, antes que nada, para acabar con la idea del PRI y su varita mágica. Razones sobran. Me parece que la más importante es el carácter “micro” de nuestro problema de inseguridad. Parte del drama en México es que aunque se pudiera, en una escena digna de Mario Puzo, sentar a los capos para negociar un punto final a la violencia, la fragmentación —y posterior multiplicación— del poder de los criminales harían imposible un acuerdo. ¿Cómo se negocia con una hidra? Sabrá Dios.
Más allá de fantasías hollywoodenses, lo cierto es que México sufre una crisis de gobernabilidad a escala municipal. El problema no es lo que pasa en Los Pinos o San Lázaro, ni siquiera en las capitales estatales. El verdadero meollo de nuestra tragedia está en los municipios, en la gente que trata de sobrevivir ahí: los médicos, los tenderos, los hoteleros. Ese es el drama que ha quedado de manifiesto en los últimos, tristísimos días en México. Eso es lo que está detrás del riesgoso descenso hacia la autodefensa en comunidades de Guerrero. Y eso también es lo que está detrás del repugnante crimen en Acapulco. Con todo y su patetismo, la voz entrecortada del alcalde Walton revela el desamparo en el que se encuentran, de manera cotidiana, quienes intentan gobernar lo que ha sido, ya por un buen tiempo, ingobernable. Lo mismo ocurre con los detalles del descaro de los violadores de las chicas españolas. La parsimonia, la premeditación y el mero regocijo criminal revelan una comodidad que debería resultarnos aterradora.
Los violadores hicieron lo que hicieron y como lo hicieron porque sabían, aunque fuera de manera subconsciente, que la justicia en México tiene los brazos cortos. Y eso no lo va a solucionar Enrique Peña Nieto ni la ya casi legendaria mano dura del procurador Murillo, con todo y sus recientes destellos de comediante. La tarea es doble. Primero, toca al gobierno hablar con claridad para describir el calibre del reto que aún enfrenta el Estado para rehacerse del control de todo el territorio mexicano. Para ello, el gobierno tendría que olvidarse, aunque sea un poco, de su obsesión con su propio prestigio. Debería sincerarse con la ciudadanía y decir que, al menos a escala municipal (¿y qué otra hay, realmente, en la vida un país?), el problema no se acabará con la llegada del nuevo presidente: durará generaciones. El resto, me temo, le corresponde a los ciudadanos. Este último descenso al infierno debe servir para acabar con la inocencia de los que aún creen que la inseguridad en México puede estar sujeta a fantasiosas negociaciones. No es así: los bárbaros están entre nosotros y tomará años, en sitios recónditos, lejos del oropel de la banda presidencial, extirparlos.
Artículo de Leon Krauze para Milenio