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CIUDAD DE MÉXICO, 28 de diciembre.- No importa que Elmo sea rojo o que exista un vampiro contador, ni el país en el que vivan.
No importa en qué parte del mundo esté, es casi seguro que –por lo menos en alguna ocasión– haya aprendido el nombre de alguna letra, a contar del uno al tres, de la mano de Pancho Contreras –de este lado de la frontera- o de Big Bird –un poco más al norte- y otros personajes de “Sisimpur” –un poco más lejos: en Bangladesh- , “Galli Galli Sim Sim” –todavía más lejos, en India-, o “Rechov Sumsum” –mucho más lejos: en Israel; y perdón a los lectores mayores de cinco años si a estas alturas consideran que el autor está empezando a explicar las cosas al estilo del programa de televisión del que hablamos.
Lo de menos es también que los títeres creados por Jim Henson vivieran en un árbol (Sesame Tree, en Irlanda del Norte), un parque (Sesame Park en Canadá), un barrio (Barrio Sésamo, en España), una plaza (¿dónde, sino en México?), o en una calle (Sesame Street en la serie original de EU).
Una palabra guarda el secreto del éxito histórico y mundial de Plaza Sésamo: edutenimiento, educar entreteniendo o, si se prefiere, entretener educando. No inventaron el concepto, pero a lo largo de casi cuatro décadas el equipo del Sesame Workshop –la organización no lucrativa que hace posible la existencia de este proyecto- ha logrado alcanzar entre ambos aspectos un equilibrio aplaudido y reconocido por investigadores, maestros y padres de familia por igual.
Si era habitual para ti sentarte en la sala de tu casa para ver Plaza Sésamo, muy posiblemente ese tiempo estuvo bien invertido, por lo menos si hacemos caso a un estudio publicado en 2001 en el que fueron reunidos adolescentes que habían participado, cuando eran niños pequeños y seguidores frecuentes del programa, en otro estudio sobre aprendizaje con Plaza Sésamo.
Los investigadores responsables de este trabajo encontraron que los antiguos fanáticos de Big Bird obtenían mejores calificaciones en inglés, matemáticas y ciencias, leían más libros por puro gusto fuera de la escuela, tenían mayor confianza en sí mismos como estudiantes y exhibían menos actitudes agresivas con sus compañeros.
Dos estudios anteriores, publicados en 1994 y 1995, también habían mostrado que los Niños Sésamo preferían pasar más tiempo leyendo o viendo libros que con la versión más reciente del videojuego de moda. Habrá que esperar algunos años para ver si los Niños Púrpura del club de Barney o los Niños Einstein de Disney pueden presumir de resultados similares.
Mucho tiempo atrás, en un mundo en el que palabras como internet y laptop no significaban nada aún, todo era más sencillo para los profesores universitarios, quienes podían dictar conferencias sin preocuparse porque 50% de sus alumnos aprovechara la hora de clase para chatear, 30% para ver vídeos en YouTube, 10% para jugar a ser un elfo y visitar World of Warcraft y un 5% para comprar algo en MercadoLibre. Esta especie de lo que podría llamarse Trastorno de Déficit de Atención en Universitarios con Conexión Inalámbrica fue bautizada como “Síndrome de Plaza Sésamo” por el escritor Eda LeShan.
El “síndrome” es manifestado por aquellos niños que, gracias a Plaza Sésamo, ahora se niegan a aprender si no son entretenidos. Y es difícil recobrar la atención de los alumnos perdidos en el ciberespacio. Es una lástima que estos mismos universitarios no hayan llevado al máximo nivel el “Efecto James Earl Jones” del programa: cuando en Plaza Sésamo este actor dejaba de nombrar la secuencia de letras que aparecían en la televisión, los niños terminaban de hacerlo. Con ello nos queda claro que la interactividad con la pantalla es muy anterior a la llegada de la computadora.
Fuera de la televisión, Plaza Sésamo ha sido también de ayuda en ciencias como psicología y sociología. Un ejemplo del primer caso es el de un estudio realizado en 1984 por Virginia Kiehlbauch Cruz y sus colaboradores, quienes escogieron a personajes de Plaza Sésamo como ayudantes en sesiones de terapia familiar para apoyar a niños pequeños con hermanos con autismo o retraso mental. Esta particular elección se debió a que los niños estaban ya familiarizados con ellos y representaban una manera no amenazadora y confortable de expresar sus sentimientos a través de la creación de un espectáculo de títeres.
Los niños que participaron en estas sesiones asignaron a Lucas, el Monstruo Comegalletas, el papel de autista y a Archibaldo, el de retraso mental porque, según los pequeños, el comportamiento de estos personajes era similar al que identificaban en sus hermanos con estas características.
Kiehlbauch y su equipo determinaron que el uso de los títeres había aliviado la ansiedad de los niños ante el especialista, facilitando que compartieran sus conocimientos sobre sus hermanos. Además, tanto en el proceso de crear una historia con Lucas y Archibaldo como al observar la historia grabada en vídeo, habían reflexionado también sobre lo que significaba ser etiquetado con estos nombres.
Desde su creación, Plaza Sésamo fue un lugar donde convivían personajes que intentaban reflejar la diversidad multicultural y multirracial del mundo: junto con los monstruos de todos colores convivían humanos rubios y morenos. Para la socióloga Chandra Mukerji, de la Universidad de California, la eclosión de monstruos –y precisamente de estas criaturas en lugar de otros seres de ficción o de animales- en el programa es bienvenida por más de una razón, una de las principales es que permite que Lucas, Elmo, Zoe o Archibaldo exhiban algunas conductas que de otra manera no serían socialmente aceptables.
¿Qué padre sonreiría, de no ser así, cuando Lucas crea un desorden total para comer todas las galletas que encuentre, regando migajas por doquier? Si su hijo amenaza con imitarlo, siempre puede responder: “Recuerda que Lucas no es un niño, sino un monstruo”.
Para Mukerji, mención aparte merece Óscar, quien se trata no de un monstruo cualquiera, sino de un Gruñón. Y sólo a los gruñones se les puede disculpar que vivan en un bote de basura y que les encanten los desperdicios. La fama de Óscar le permitió ser parte de un estudio publicado en el 2000 sobre el efecto que tenía el olor a bebidas alcohólicas en hijos de padres tomadores.
De acuerdo con Julie Mennella y Pamela García, autoras del experimento, a los hijos de padres bebedores les disgustaba mucho más el olor a alcohol y, en consecuencia, colocaban el frasco con ese olor al lado de un muñequito de Óscar. Por suerte, la actual manía de la corrección política no ha hecho que Lucas deje de comer galletas –si acaso que se haya divulgado más el que, según sus creadores, siempre ha incluido frutas y verduras en su dieta- ni que Óscar decida clasificar en inorgánica y orgánica la basura que lo rodea.(zocalo.com.mx)