2225 palabras
MADRID, 29 de enero.- A juzgar por lo que encontraron en sus análisis las autoridades sanitarias irlandesas hace un par de semanas, que detectaron un alto porcentaje de ADN de caballo en varias marcas supuestamente de vacuno distribuidas en ese país y Reino Unido, a veces ni siquiera lo saben las propias cadenas de supermercados que las venden. O lo saben pero hacen como que no, para echar balones fuera. En este caso, los balones apuntaron a Holanda y España como presuntos culpables de la adulteración, extremo al que en un primer momento dio crédito el ministro de Agricultura irlandés, que así lo anunció a la prensa, y que él mismo ha tenido que desmentir este fin de semana. Dublín señala ahora a Polonia como lugar de origen de la materia prima.
El aviso de la presencia de ADN de caballo en aquellas hamburguesas no iba acompañado de ninguna alerta sanitaria, puesto que la carne, al margen de su procedencia, cumplía con la legislación vigente y no constituía ningún peligro para la salud. Pero ello no evitó que se avivara en la opinión pública, una vez más, la eterna sospecha de que no todas las hamburguesas son lo que dicen ser. Aún más: la Organización de Consumidores y Usuarios (OCU) publica hoy un informe sobre 20 marcas de hamburguesas frescas envasadas comercializadas en supermercados españoles que no anima a superar esta desconfianza. Sólo cinco de las marcas analizadas superan, con un aprobado raspado, el examen de calidad de la carne al que fueron sometidas.
De entrada, la OCU detecta el mismo problema que denunciaron las autoridades irlandesas: una falta de transparencia en el etiquetado. Según el estudio, seis de las 20 marcas de hamburguesas analizadas incumplen la obligación de indicar el porcentaje de carne utilizado en su elaboración, lo que además induce a error al consumidor que cree que está comprando un producto que es 100% carne cuando en realidad contiene otros muchos ingredientes: desde proteínas de carne hasta antioxidantes, colorantes o potenciadores del sabor. Estos últimos, apunta el informe, “son inocuos pero pueden enmascarar una baja calidad de la carne”.
El estudio afirma también que 16 de las 20 marcas examinadas llevan sulfitos, otro aditivo que inhibe el crecimiento de bacterias y mantiene el color original de la carne fresca, lo que de nuevo ayuda a disimular una posible merma de calidad de la materia prima. “Esto no tiene importancia cuando el nivel de sulfitos es bajo, pero si es demasiado alto puede ocasionar vómitos, dolores abdominales y, en personas con alergia, dolores de cabeza y náuseas. Y el hecho es que algunas de las hamburguesas analizadas llevan el 90% de la ingesta diaria admisible de sulfitos, lo que significa que la persona que se coma ese producto no debería tomar más en toda la jornada, ni siquiera añadirle mostaza o tomate”, precisa la OCU.
“Lo que básicamente se desprende de este estudio es que las distribuidoras están apretando tanto los precios, que llega un momento en que la calidad se resiente. No estamos hablando de un problema de seguridad alimentaria, como tampoco lo hubo al detectarse carne de caballo en Irlanda, pero sí de una merma de calidad que en algunos casos podría constituir un fraude de consumo. Está claro que nadie vende ternera a precio de zanahorias, y existen muchos aditivos para disimular ese posible deterioro de la calidad”, indica la portavoz de la organización, Ileana Izverniceanu.
Aunque el informe de la OCU no lo especifica, es un hecho que la mayoría de los preparados cárnicos contienen mezclas de carne de diferentes especies. “De hecho, es muy raro que una hamburguesa de vacuno contenga únicamente vacuno. La normativa permite que se puedan etiquetar como tal las que tienen en torno a un 60% de esta carne, por lo que la mayoría tienen mezclas de otras especies, sobre todo cerdo. Y no solo por una cuestión de precio, sino también para hacerlas más sabrosas. Esto no constituye fraude si está debidamente señalado en la etiqueta. Incluso si las cantidades de otras especies son mínimas, ni siquiera es necesario declararlo”, explica Joaquín Fuentes-Pila, codirector del Máster en Gestión de la Calidad Alimentaria de la Universidad Politécnica de Madrid.
El análisis de las hamburguesas realizado por la OCU recuerda a otro estudio que esta misma organización redactó en 2011 sobre la calidad de la leche y que resultó controvertido por sus conclusiones: la leche que se consume ahora es, en general, más pobre que hace 10 años, a veces es sometida a tratamientos térmicos muy agresivos que degradan sus propiedades e incluso en ocasiones es demasiado vieja y, por tanto, con escasos nutrientes. La polémica llegó a tal punto que la Federación Nacional de Industrias Lácteas lo ha llevado a los tribunales, que de momento, en primera instancia, han rechazado la demanda. “Tampoco en aquel caso estábamos hablando de un problema sanitario y ni siquiera acusamos a ninguna marca de fraude de consumo, porque todas las que analizamos cumplían con la legislación vigente. Simplemente advertíamos, como ahora, de un problema de calidad”, recuerda Izverniceanu.
¿Tiene algo que ver la crisis con la merma de calidad de estos productos? “Es cierto que la coyuntura actual ha generado una presión tremenda sobre el precio. Las grandes distribuidoras quieren vender barato y presionan a los intermediarios, y los intermediarios, a su vez, presionan a los productores. Pero esto no se ha traducido en menor seguridad alimentaria, sino que se ha producido una adaptación de la industria a las nuevas circunstancias: menos productos de lujo y más alimentos baratos de primera necesidad”, asegura Fuentes-Pila.
Los datos que maneja el Instituto Nacional de Consumo confirman esta opinión. “El grado de cumplimiento de la legislación es bastante alto. Lo normal es que encontremos pequeños problemas de etiquetado: errores en las indicaciones sobre el peso y omisiones de ingredientes. En todo caso, podría haberse producido un aumento de estas prácticas sobre todo en circuitos marginales, que se mueven fuera de los canales oficiales de comercialización y a veces escapan a los controles oficiales. Los gigantes del sector, las grandes marcas y las cadenas de distribución se juegan demasiado, en prestigio y dinero, para arriesgarse a ser señaladas en cualquier problema de seguridad o fraude alimentario”, afirma Carlos Arnaiz, subdirector general de Calidad del Instituto Nacional de Consumo.
La Federación Española de Alimentación y Bebidas (FIAB) no ha querido comentar el estudio porque aún no lo conoce, pero un portavoz asegura que "los estándares de calidad españoles son altísimos".
La portavoz de la OCU coincide en que los controles son exhaustivos en los puntos de producción, pero no tanto en la distribución. “Los principales problemas los solemos detectar no en las primeras fases de producción de la cadena alimentaria, sino en los puntos de venta”, advierte Izverniceanu. Y como ejemplo expone de nuevo el informe de la leche: “No es que las vacas den peor leche que hace diez años, sino que el producto se degrada en el camino a la tienda. Por eso creemos necesario intensificar los análisis en los puntos de venta, una vez que ha terminado todo el proceso de tratamiento y distribución”, explica.
Más controles en las tiendas y más claridad sobre el origen de los alimentos en el etiquetado. Es la principal demanda de las asociaciones de consumidores a las autoridades alimentarias para reforzar la seguridad y prevenir los fraudes. Según otro estudio de la OCU, la mitad de los españoles estarían dispuestos a pagar un 5% más para conocer la procedencia de los productos. Por varias razones: “Por saber el recorrido que han hecho antes de llegar a la tienda, por apoyar a la agricultura o la pesca de una región concreta, por cuestiones éticas o porque esa información les ofrece más confianza en el producto”, precisa el informe.
Las hamburguesas y la leche son dos de los alimentos más vigilados por las autoridades, porque tradicionalmente han estado bajo sospecha. Pero también el aceite de oliva, el azafrán, las conservas o la miel. En general, según el Instituto Nacional de Consumo, los principales fraudes se registran en alimentos cuyo origen no es identificable a primera vista. “Entre ellos, los productos cárnicos procesados: embutidos, patés, piezas que contienen mezclas de especies no declaradas (pato que en realidad es pollo), o con trazas de otras y por supuesto, hamburguesas”, explica Arnaiz. “Los lácteos y las conservas de pescado son otros focos de fraude. Quesos puros de oveja que contienen leche de vaca, atún en lata que no es solo atún, etcétera”, añade.
En 2009, un simple trabajo universitario sobre técnicas de análisis de ADN realizado por dos estudiantes de Nueva York, Brenda Tan y Matt Cost, reveló un alto nivel de fraude en las tiendas de Manhattan. De los 66 productos que analizaron, 11 no contenían lo que señalaban sus etiquetas: quesos con mezclas de especies no declaradas, un supuesto caviar de esturión que en realidad procedía de un pez del río Misisipi, un manjar llamado “tiburón seco” hecho con perca africana, o alimentos para perros que deberían contener venado, pero que en realidad tenían vaca.
Otro reciente informe de la OCU destapaba que nueve marcas de aceite de oliva están engañando al consumidor al vender aceite etiquetado bajo la variedad “extra” cuando su categoría real es simplemente “virgen”, lo que significa que se está comercializando un producto a un precio superior del que le corresponde, casi un euro más. La organización denunció el fraude a las autoridades de consumo de las comunidades autónomas el pasado octubre, pero pocas han respondido. “Únicamente Andalucía, País Vasco y Cataluña nos han dado acuse de recibo, y solo Cataluña ha iniciado una investigación”, revela la portavoz.
¿Cómo consiguen todos estos productos fraudulentos superar los controles de producción y etiquetado hasta llegar a las tiendas? ¿Dónde está el agujero? “Cuanto más larga sea la cadena de producción y distribución, más incumplimientos se registran. Es decir, cuantos más intermediarios intervengan, más posibilidades hay de desviaciones o de que los sistemas de control no funcionen correctamente en algún punto del proceso”, comenta Arnaiz.
Esto explica por qué, según Joaquín Fuentes-Pila, las principales irregularidades se detectan sobre todo en alimentos importados, especialmente de fuera de la UE. “La legislación comunitaria es exhaustiva y es difícil que se produzcan problemas graves con los controles que se realizan dentro de los Estados miembros. Pero cuando los alimentos proceden de otros países con regulaciones menos estrictas es más probable que se produzcan escapes en la cadena de vigilancia. Quizá sería conveniente reforzar los controles en las fronteras europeas”, opina.
Son las consecuencias de vivir en un mercado globalizado: lo que empieza como un pequeño fraude en un país puede acabar convirtiéndose en un problema sanitario de consecuencias mortales en otro punto del planeta. La mayoría de las veces este alargamiento de la cadena es culpable de ciertas crisis alimentarias, como afirman los expertos, pero en otras ocasiones es simplemente una excusa para echar rápidamente balones fuera, como ha ocurrido con la carne de caballo en Irlanda. “Hay que entender que, por razones culturales, tanto para los irlandeses como para los británicos, comer carne de caballo es casi un sacrilegio. De ahí que el ministro se precipitara buscando culpables. Afortunadamente, el asunto se ha aclarado rápidamente y no ha ocasionado consecuencias para la industria española”, comenta Fuentes-Pila.
No ocurrió así con la llamada crisis del pepino en la primavera de 2011, que dejó más de 50 muertos en Francia y Alemania a causa de una infección cuyo origen se atribuyó en principio a pepinos españoles y acabó siendo culpa de unos brotes de soya cultivados en Alemania. ¿Qué es mejor en estos casos: lanzar alertas preventivas que pueden causar grandes pérdidas económicas a quienes no tienen culpa, o esperar a confirmar el origen de la epidemia, con riesgo de que mientras tanto se extienda? “No hay una única receta para esto. Cada situación es distinta y lograr un equilibrio es difícil. A veces tienen que pagar justos por pecadores”, reconoce Fuentes-Pila. (EL PAÍS)