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Confianza: si desaparece, todo se vuelve más difícil. Sucede en todo tipo de relación entre humanos.
Sería tonto sugerir que se promueva confiar en todos. Por desgracia, eso no es posible. Pero queda el otro extremo: no confiar. Negarles confianza, en forma automática, a todos. Esto también resultará contraproducente.
¿Se pierde más confiando en quien no se debiera, o desconfiando de quien se debiera? Solo ideológicamente —con ganas de ser positivo— afirmaría que se pierde más desconfiando de quien se debería confiar. Está difícil, ¿verdad? Nadie quiere que “le vean la cara”. Entonces la tendencia es a desconfiar de todos. La vida se vuelve un asunto que puede llegar a ser muy desagradable.
La vida en sociedad tiene reglas. La básica y fundamental de todas esas reglas es evitar hacerles a los demás lo que uno no quisiera que le hagan. Parece sencillo, ¿verdad? Sin embargo, requiere una alta dosis de honestidad. Nada se logra si en la primera oportunidad —al notar que “los demás” están descuidados— se actúa en contra de ese principio. Es obvio que no quisieras que se lleven tus objetos de valor cuando estés ausente de tu casa en donde los guardas. Entonces, ¿por qué lo haces?
La respuesta es muy sencilla: porque hemos llegado al punto del cinismo. Todo mundo solo busca la oportunidad para dar un sablazo y quedarse con algo que no le pertenece. El beneficiario de objetos que no le pertenecen, no quisiera que alguien le haga lo mismo, pero lo hace de todas maneras. La regla de oro quedó violada.
Es obvio que este muy breve análisis nos lleva a concluir que es muy difícil que la confianza prevalezca en el seno de una sociedad en la que constantemente deben mantenerse miembros con la labor o misión exclusiva de vigilar que el pacto no se rompa. El más grave y potente perjuicio que se le genera a la sociedad no radica en el atentado a los bienes de los demás, sino en el atentado al tesoro más valioso que podrían conservar los humanos en grupo: confianza entre sí.
La teoría detrás de todos los sistemas democráticos de gobierno —basados en la delegación de funciones y poder— se sustenta en la confianza que depositan los ciudadanos en manos de los políticos; confían en que los elegidos actuarán a favor de los intereses de los ciudadanos colectivamente considerados.
Esa actuación —la correcta— de los políticos puede darse o no darse. Sin embargo, la percepción de lo que realmente sucedió podría estar totalmente divorciada de la realidad. La inyección de mensajes sesgados —no necesariamente son falsos— a favor o en contra de los políticos, altera irremediablemente el sentido de la percepción. Levantar una encuesta entre los ciudadanos solo nos indicará qué es lo que los medios han logrado hacer en la opinión pública.
La realidad de lo que los políticos hacen solo puede medirse en base a datos concretos relacionados con los resultados de sus gestiones. Por desgracia, los medios también se encargan de presentar los datos rodeados de parafernalia acorde con la agenda que traen. ¿Qué nos queda?
La respuesta es: nuestra capacidad de juicio objetivo. Es decir, ignorar cuidadosamente lo que rodea cualquier nota y tratar de utilizar exclusivamente la información que se encuentre en ella. Luego, si de verdad se desea saber lo que realmente está sucediendo, será necesario leer el mismo tema de la nota, en otras redacciones de otros medios y comparar lo que dicen unos y otros.
Los editoriales sobre temas que nos interesen generalmente aportan opiniones que los autores tratan de sustentar con datos. Va a ser necesario comparar los datos dados por los autores de editoriales, con los datos extraídos de las notas.
Por último, será necesario acudir a los portales públicos de los políticos y leer la versión que ellos mismos desean darles a los ciudadanos sobre sus acciones. Allá de nuevo volveremos a encontrar los mismos datos —que, desde luego, deben coincidir entre así, o de lo contrario habremos descubierto mentiras francas— y podremos formarnos opiniones más sustentadas para tomar decisiones.
El proceso es largo, tedioso y los medios no lo están haciendo más fácil, sino todo lo contrario. Los medios en México han vivido, tradicionalmente, de decir las cosas en la forma que alguien paga para que así se digan. Ese alguien fue, tradicionalmente —entre 1917 y 2000— el propio gobierno de México, a través de la Secretaría de Gobernación. A partir del año 2000 —concretamente, del primero de diciembre— las cosas cambiaron y el gobierno dejó de pagar para que los medios dijeran las cosas como al gobierno le convenía. El resultado fue la perecepción que culminó con la derrota de la candidata de Acción Nacional el 1 de julio de 2012.
Tradicionalmente, en México se entendía, al terminar cada sexenio, que lo que parecía que se estaba haciendo, era simulación. Cuando un presidente subía a la tribuna del Congreso de la Unión, en tanto que se le escuchaba con gran pompa y absoluto respeto —hasta que Muñoz Ledo rompió esa costumbre— la gente se burlaba de los informes, llamándolos el “recuento de mentiras”. ¡Nadie les creía nada! Era igual que fuera verdad o no lo que proclamaran: para el gran público, se trataba de un “recuento de mentiras”.
Hubo un ligero cambio en la percepción de sentido de los informes de Fox y de Calderón. Pero el pueblo de México es muy especial: cuando parecería que el recuento sería de hechos ¡se buscó hasta la saciedad la manera de evitar que lo que Fox y Calderón dijeran en el Congreso de la Unión, permeara entre los mexicanos!
En el caso del primero, las intervenciones previas al informe eran libres y se dedicaban a provocar que la percepción del público tomara en cuenta que todo lo que habían hecho estaba mal. En el caso del segundo, los conflictos con el partido político de las izquierdas, provocó que Calderón jamás pudiera presentarse al Congreso de la Unión. La llegada de EPN al poder probablemente regrese el formato del informe anual a como era antes de Fox y Calderón. La cuestión es: ¿volverá el público en general a regresar a considerarlo un “recuento de mentiras”?
Lo triste es que en México la confianza se ha perdido. Cuando tuvieron el poder para hablar libremente, el público lo interpretó como que se dedicaron a contar mentiras; luego, cuando no tuvieron el poder, pero pusieron a funcionar la Ley de Transparencia —que permitiría corroborar cada cosa que dijeran en la tribuna— entonces se les impidió, a los presidentes, subir a la tribuna y decirle a los ciudadanos cuál era el estado en que se encontraban las cosas en sus gobiernos.
La pérdida de confianza es, como sea que se considere, un asunto de graves consecuencias para el funcionamiento del país. Esa pérdida de confianza se está dando a todos los niveles de gobierno: federal, estatal, municipal; se ha perdido la confianza también de los poderes legislativo y judicial. ¿Qué tiene que suceder en el país para que los ciudadanos vuelvan, algún día, a confiar en lo confiable y a saber percibir las cosas como realmente son?