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BUENOS AIRES, 18 de marzo.- Maria Elena Bergoglio está «hecha una miseria» de tanto fumar y hablar con los periodistas en su casa de Ituzaingó, periferia de Buenos Aires. La hermana del Papa no pudo ponerse en contacto con él hasta el sábado, «logró comunicarse en un ratitín que mi teléfono dejó de sonar», comenta. Hablaron apenas unos minutos. «Me dijo: vos, decidle al resto de la familia que estoy bien. No puedo llamar a todos porque fundo las arcas del Vaticano».
Durante la conversación, «Jorge comentó, las cosas se dieron así... No me podía negar». El Pontífice resumió de ese modo cómo entró en Roma de cardenal y cómo se quedará de Papa allí, «para toda la vida». «No tengo ni idea de quién le va a preparar las valijas. No va a ser difícil porque no tenía demasiadas cosas», comenta María Elena con la voz medio rota.
María Elena Bergoglio afirma que no le gusta que su hermano sea Papa porque va a estar muy lejos de ella y porque la responsabilidad es mucha. (Reuters)
De los cinco hermanos sólo quedan con vida ellos dos. «Jorge es once años mayor que yo. La gente insiste en preguntarme anécdotas de su infancia, pero no tengo ninguna porque no la viví. Él era muy protector, muy cariñoso conmigo. Siempre lo ha sido porque nuestro padre se murió joven, a los 51 años, de un problema de corazón que hoy, probablemente, tendría solución».
Está «orgullosa y contenta por Jorge». Sonríe cuando se acuerda de algunas de las diabluras que el Pontífice hacía -ya con el alzacuellos- con su hijo, que también se llama Jorge. «Le encantaba enseñarle malas palabras. Yo le decía: mirá, Jorge, que luego soy yo la que pasa papelones con el nene. Un día fuimos a la iglesia del Salvador, se celebraba una misa muy importante. Había muchos muchos sacerdotes. Cuando tocaba la homilía, Jorge se adelantó para hablar. Mi hijo, al verle, se quedó sorprendidísimo y exclamó una expresión muy pero muy fea. En aquel silencio lo pudo oír todo el mundo y la iglesia estaba repleta de gente», cuenta, y confiesa, bajo palabra de no reproducir la expresión en la que el niño se acordaba de la madre de su tío. «Cuando terminó la misa, -continúa- Jorge vino con nosotros y ahí no paraba de reírse».
Otra de las travesuras del Papa con su sobrino, del que además es padrino, «era mojarle el chupete en whisky, y el atorrante (caradura) -dice en alusión a su hijo- estaba feliz».
Su hijo vive con ella y cada vez que oye la anécdota se ríe. «Mi tío es muy simpático y muy amigo de contar chistes». María Elena lo confirma: «Creo que lo heredó de mi papá, que le encantaba contar chistes. Jorge hace un chiste de todo, de curas... de lo que se le ocurra. Es un hombre de carne y hueso, como somos todos, y muy alegre». Pero Jorge, comenta su ahijado, «tiene su carácter». Lo dice después de preguntarle por los comentarios que dicen que el Papa también tienen sus prontos.
Los dos están deseando verle, pero «Dios dirá cuándo va a ser. Está en manos de Dios», repite María Elena. Una idea le ronda la cabeza: el Papa irá a la Jornada Mundial de la Juventud en Río de Janeiro, y «quizá puede añadir una escala en Buenos Aires, o tal vez nosotros podamos ir a Río, pero con la agenda que tiene no sé si tendrá algún minuto libre».
Cuando se le pregunta a María Elena por la campaña en contra del Pontífice para vincularle con la dictadura, ella observa: «No hay que enredarse en esas cosas que sólo sirven para dividir. Yo tengo la tranquilidad de conciencia de que mi hermano no participó en eso. Por el contrario, sé que ayudó a salvar a mucha gente».
Jorge Mario Bergoglio salió de su casa dispuesto a volver en unos días, «no pensaba que fueran a elegirle Papa... Debe de sentirse raro. Si todavía está en una nube y ya ha hecho lo que ha hecho, imagínate lo que hará cuando aterrice». Por útimo, la única hermana de Francisco quiere decir algo: «Siento que la Iglesia, al nombrar a este Papa, abrió las puertas y salió a decir al mundo: “Estoy aquí y soy de todos, no de un continente solo. Las autoridades de la Iglesia pueden cambiar para no quedarse estancados, pero el cambio tiene que ser de todos. Los creyentes convencidos también tienen que cambiar para crecer en la fe». (ABC)