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He tratado de introducir un matiz, una tímida corrección de cortesía, en la dura, brutal, definición que hace el filósofo español Gabriel Albiac (ver aquí) acerca de la actividad principal que ocupa a muchos de los políticos contemporáneos en busca de votos: ser gestores del odio. Prefiero decir, para hacer más tolerable la crítica, que son gestores del resentimiento. Pero lo mismo da.
Odio, dice el diccionario, es "antipatía o aversión hacia algo o alguien cuyo mal se desea". A su vez, resentimiento es lo que experimenta una persona "que se siente maltratada por la sociedad o por la vida en general". Es obvio que lo que siente el resentido, hacia la vida o hacia el mundo o hacia quienes en su mente hace responsables de su mala fortuna, es odio. Lo mismo da, para efectos prácticos, que les llamemos gestores del odio o gestores del resentimiento. Eso son buena parte de los políticos en el mundo contemporáneo.
En México, el mejor ejemplo de gestor del odio o del resentimiento en los últimos tiempos es Andrés López Obrador. Montado en el discurso del resentimiento social, o de la envidia (pesar por el bien ajeno, en la clásica definición de Tomás de Aquino) el señor López estuvo prácticamente a un puñado de votos de hacerse presidente de México. No lo logró, pero creó escuela de gestores del odio, más allá de las estrechas fronteras de su partido.
El señor López creó escuela de odio o de explotación del resentimiento no sólo entre la clase política - de todos los partidos, hasta del partido que aún gobierna- sino entre una gran parte de los medios de comunicación y entre quienes tienen por oficio emitir opiniones y juicios públicos en los medios de comunicación. La gestión del odio es una estrategia rentable, en el corto plazo, que además no exige ni un trabajo intelectual esforzado ni gran talento, basta con apelar a un sentimiento primario: "Te ha ido mal en la vida, en lo económico o laboral, en lo social, en lo afectivo, no por tu culpa sino por culpa de un chivo expiatorio que es el gobierno tal o el funcionario tal, quienes no atinaron a prever la crisis económica mundial o a darte un trabajo a ti, o a regalarte la medicina para tu mamacita enferma, o a evitar que te reprobaran en el examen de admisión o a prohibirle al cigarro que te provocase un enfisema, o a evitar que las toneladas de grasas y alimentos chatarra que ingieres te provocasen obesidad y males sin cuento". Ódialos porque tú eres "no imputable", "irresponsable absoluto".
Esta gestión del odio llega al extremo de culpar a las autoridades financieras de México de no evitar la debacle de las finanzas públicas de Grecia o la quiebra de Lehman Brothers en los Estados Unidos. Como si las autoridades mexicanas tuviesen el deber de ser Dios todopoderoso. Todo se vale en la lógica del odio, o del resentimiento. Si las autoridades financieras tuvieron el acierto de precaver al país de los efectos más destructivos de la crisis mundial (por ejemplo, reforzando las finanzas públicas con un aumento de impuestos o contratando oportunamente coberturas para compensar la severa caída de los precios del petróleo) son logros que la gestión del odio jamás podrá reconocer. El odio ha sido alimentado a tal grado que se vuelve superstición: Las autoridades financieras, en la lógica del odio, incluso tienen prohibido hablar de las fortalezas reales (verificables) de la economía nacional porque hablar de ello "invoca la mala fortuna". La dialéctica de los gestores del odio cumple puntualmente, probablemente sin saberlo en la mayoría de los casos, la consigna destructiva de Lenin: "Mientras más mal, mejor para nosotros", "'¡que bien que cada vez más gente crea que nos irá mal!".