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Los libros todavía están ahí, cuarenta y seis años después, en un compartimento de la mesa de luz de mi madre, junto a unas chinelas que ella ya no volverá a usar. No es un espectáculo para sensibles: están rotos, las tapas entreveradas con las páginas, las páginas mezcladas entre sí. El más viejo es de 1966, un año antes de que yo naciera. El último es de 1973, el año en que empecé a leer de corrido. Fue por esos libros apaisados, de tapas de colores, publicados por la editorial argentina Ediciones de la Flor, que conocí a Mafalda, la historieta que había dibujado Quino desde 1962 y a lo largo de una década. Los descubrí a mis siete, hurgando, como siempre hurgaba —con una avidez de comadreja— por todos los rincones de la casa y, aunque mis padres me permitieron leerlos, me advirtieron que no los iba a entender porque no eran libros para chicos. Entonces no me pareció, pero años después entendí que era verdad: que esos no eran libros para chicos.
Quino la dibujó por primera vez el 15 de marzo de 1962 y, aunque la versión nunca vio la luz —estaba destinada a ser publicidad subliminal de una marca de electrodomésticos— esa es la fecha del origen del mito. Cincuenta años después, el culto de Mafalda ha dado la vuelta al mundo. En el invierno de 1999, durante una entrevista en su casa de Buenos Aires, Quino me decía que nunca había imaginado tamaña vigencia y que a veces, cuando la gente se acercaba a saludarlo, podía sentir en ellos una suerte de tensión, de acusación velada: “La Mafalda es un dibujo, no es una persona de carne y hueso. Pero a veces me tratan como si hace veintiseis años hubiera matado a un grupo de nueve personas, los nueve personajes de la tira. A veces me tratan como si fuera un asesino”.
Quino no decía “Mafalda”. Decía “la Mafalda”. No como quien dice “el Quijote” sino como quien habla de una construcción.
Llegué a Mafalda en 1973, el año exacto en que Quino dejó de dibujarla, de modo que lo primero que supe fue que todo lo que iba a tener de ella era limitado: diez libros. Pero, a mis siete, eso parecía inagotable, y lo era: recorrí, en los años que siguieron —mientras Perón moría en 1974, mientras empezaba la dictadura militar en 1976, mientras mi hermano heredaba mi triciclo y se rompía un diente, mientras yo aprendía a patinar con patines de rueditas, mientras toda mi familia seguía sin conocer el mar—, una y otra vez ese universo hasta aprenderlo de memoria. Pero sí podía reconocer en mi padre las angustias del padre de Mafalda; y en mí misma la depresión dominguera de Felipe; y en mi hermano menor la inocencia rampante del Guille, la madre era otra cosa.
“Me pregunto si cuando mi mamá era chica quería ser lo que es ahora”, se preguntaba Mafalda en una de las tiras. Después, decidida a salir de dudas, se asomaba al dormitorio donde su madre, rodeada de trapos y productos de limpieza, con el malhumor pintado en el rostro, limpiaba la mugre familiar. “¿Qué querés?” gruñía la mujer. Y Mafalda, con gesto resignado, decía “Nada, iba a comentarte de un chico al que casi le pasa no sé qué con el dedo y un ventilador, pero no importa”. En otra de las tiras, la madre limpiaba una biblioteca y se topaba con sus viejas partituras de piano: “Mis trece años. La profesora Giambartoli. Pobre. Ella creía que yo llegaría a ser una gran pianista”. Seguía limpiando hasta que, de pronto, se detenía y, con un gesto amargo, pensaba: “¿Pobre ella?”.
Entender que una madre podía dudar de sus elecciones —y quizás, incluso, arrepentirse—, fue un descubrimiento aterrador. A veces, mientras mi madre zurcía medias o fregaba los pisos o lavaba los platos, yo le preguntaba: “Mamá, ¿y vos qué querías ser?”. Y ella, elevando los ojos al techo, repetía: “Ay, dios mío, esta nena, esta nena”.
Digámoslo así: mi personaje favorito era Libertad —y toda su misteriosa familia— pero a mi madre Libertad —y toda su misteriosa familia— le parecía una tarada.
No eran, definitivamente, libros para chicos.
Mafalda vivía en un departamento, un quinto piso de la calle Chile 371, en el barrio de San Telmo, en Buenos Aires. Yo vivía en una enorme casa con un enorme patio con un enorme olivo, y rosas, y naranjos, limoneros, en la ciudad de Junín, a 250 kilómetros de la capital argentina. Mafalda iba al colegio caminando y a mí me llevaba mi padre, después de servirme el desayuno en la cama. Mafalda se movía por una ciudad con rascacielos, smog, escaleras mecánicas, buses, atascos, ruidos. Yo vivía en una ciudad limpia y silenciosa, donde el edificio más alto tenía nueve pisos y la posibilidad de un atasco era ciencia ficción. Así que, desde mi realidad de provincias, la de Mafalda era una vida mundana, sofisticada, de independencia insolente y radical. Yo imaginaba que, cuando fuera adulta, me mudaría a Buenos Aires e iría a mi trabajo en esos buses, me sentaría a leer en esas plazas, compraría mi comida en esos almacenes y la comería en uno de esos departamentos, todas cosas que, sumadas a la posibilidad de respirar smog —¡smog!—, me parecían el summum de la modernidad.
Pero, cuando viajé a Buenos Aires por primera vez, a mis 9 años, descubrí que, liberada de la línea fina con que la dibujaba Quino, la ciudad era otra cosa. No estaban allí las calles por las que Mafalda andaba con sus zapatos en forma de plancha, ni los parques de césped prolijo en los que Miguelito se ensoñaba panza arriba, ni los departamentos luminosos y enormes (el de Mafalda era infinito) con ambientes para cocinar, dormir, desayunar, cultivar plantas, mirar televisión. Las calles estaban rotas, los parques eran desprolijos, los departamentos ínfimos, el smog invisible. No es que fuera una ciudad fea: era peor: era una ciudad desconocida. Y, aunque vivo aquí desde hace años, Buenos Aires nunca ha dejado de ser una ciudad que todavía busco. Siempre le estoy corrigiendo aquel antiguo error de paralaje.
Un día, cuando era muy chica, me pregunté cuantos años podría tener Mafalda. Y me di cuenta de dos cosas: una, que yo siempre había sido más vieja que ella, congelada como estaba en sus 6, sus 7 años. Otra, que ella no tenía edad posible: humana. Que no era adolescente ni adulta ni joven ni vieja ni, mucho menos, niña. Y, de pronto, la idea de que tuviera padres se me reveló monstruosa. Desde entonces, Mafalda me ha parecido una hija en concesión.
Imagino, también, que en aquellos años Mafalda debió ser un caballo de Troya muy incómodo. La historieta estaba plagada de alusiones políticas que siguieron vigentes durante mucho tiempo y, aunque la mitad de esas alusiones sobrepasaban la comprensión de alguien que, como yo, había llegado a ellas a los siete años, un niño es una perfecta máquina de curiosidad y eso hizo que mis padres, como muchos otros, tuvieran que responder preguntas, irradiadas directamente de esas páginas, en años en los que aún preguntas más inocentes hubieran resultado radioactivas: ¿quién es Fidel Castro, qué son los derechos humanos, qué es la autodeterminación de los pueblos, qué es Cuba, qué es un sindicato, qué es la UN? A veces pienso que sería maravilloso tener un registro de todas aquellas respuestas de todos aquellos padres a todas aquella preguntas de todos aquellos hijos que, en la Argentina, empezamos a crecer entre el último gobierno de Perón y la dictadura militar de 1976; entre los colegios que no nos permitían llevar el pelo suelto y los libros prohibidos enterrados en el patio de nuestras casas; entre la euforia del mundial ´78 y los amigos de nuestros padres cuyos nombres había que decir en voz baja. A veces pienso que sería maravilloso tener un registro de todas esas respuestas porque nos ayudarían a saber quiénes eran, y quiénes éramos, y qué cosas hacían de nosotros. (LEILA GUERRIERO para EL PAÍS)