JAPÓN, 11 de marzo.- La energía atómica es el motor de nuestro brillante futuro. Como una macabra broma del destino, así reza un cartel en una desierta calle de Futaba, dentro de la zona de 20 kilómetros evacuada en torno a la siniestrada central de Fukushima 1. Sus cerca de 80,000 habitantes tuvieron que abandonar sus casas a la carrera cuando, hace justo un año, el tsunami que devastó la costa nororiental de Japón golpeó la planta atómica y dañó sus reactores. Debido a la avería de sus sistemas de refrigeración, se sucedieron varias explosiones y fugas que liberaron gran cantidad de yodo y cesio tóxicos al aire, la tierra y el mar, causando el peor desastre nuclear desde Chernóbil en 1986. Totalmente vacíos, alrededor de la central se levantan hoy tétricos pueblos fantasma donde nadie puede vivir porque los niveles de radiación son tan altos que durarán décadas o, quizás, para siempre.

Linternas de papel en ofrenda a los 15,854 muertos en el terremoto y tsunami del 11 de marzo del año pasado. Además, quedaron 3155 personas en calidad de desaparecidos.

Un año después de la catástrofe, ABC vuelve a entrar en la “zona muerta” de Fukushima, al igual que ya hiciera el pasado mes de abril poco antes de que fuera definitivamente cerrada. Acompañando a Yutaka Kuwabara, un antiguo residente que obtuvo el viernes el permiso oficial para visitar su casa, este corresponsal pudo acceder a la denominada zona de exclusión nuclear junto a la ONG Heart Care Rescue, que midió la radiactividad en tres localidades próximas a la central: Namie, Futaba y Okuma.

Nada más pasar el control de la Policía en la frontera con Minamisoma, las alarmas de los contadores Geiger empiezan a sonar y sus agujas se disparan hasta superar los 50 microsieverts/hora en algunos puntos. Con tales índices, se podría alcanzar en pocos días el límite legal de radiación permitido, que es de 1.000 “microsieverts” anuales. A partir de 100,000 “microsieverts” acumulados al año, aumentan las posibilidades de sufrir un cáncer, riesgo que también se corre con dosis menores pero continuadas en el tiempo.

Un árbol, un pino de 28 metros, es lo único que queda con vida en Rikuzentakata, uno de los pueblos más devastados por el tsunami que arrasó la costa noreste de Japón. Plantado hace 260 años, era uno más de los 72,000 pinos que daban sombra y frescor a la playa de Takata Matsubara.

Resistir

“En Chernóbil, los tumores y malformaciones genéticas surgieron al cabo de tres años. Aquí podrían aparecer antes porque se liberó la radiactividad equivalente a 30 bombas atómicas”, asegura Bansho Miura, un exsurfero y monje budista que dirige Heart Care Rescue. Pertrechado con un traje especial, máscara protectora y guantes, mide la radiación en la casa que Yutaka Kuwabara tenía en Namie.

Desde aquí vio las explosiones que sacudieron la cercana central, cuyas chimeneas de hierro asoman tras los frondosos montes que, estratégicamente, la ocultan a posta. “Pensé que era el fin del mundo”, recuerda este ingeniero, director de calidad de una empresa que proporcionaba equipos de mantenimiento y filtración de agua a Tepco, la eléctrica que gestiona la planta atómica. “Les advertí de los riesgos que se corrían por las grietas que había en varias tuberías conectadas a los reactores, pero no me hicieron caso. Incluso elaboré un informe que entregué a la prefectura y, en lugar de ir al Gobierno, acabó en manos de Tepco”, critica airado la temeraria irresponsabilidad de la compañía, cuyos anteriores directivos tuvieron que dimitir por falsear informes de seguridad.

Estudiantes escriben mensajes en flores de papel llamadas "sinsai no hana", que significa flor del futuro. Los 80,000 evacuados que vivían a 20 kilómetros de la siniestrada central nuclear empiezan a asumir que nunca volverán a sus hogares por la radiactividad

Aunque Kuwabara trabajó 25 años para la central de Fukushima, reniega de la energía atómica porque le ha robado su vida y obligado a alquilar una casa en Saitama, a más de dos horas en coche. Conmovido al regresar por un rato al hogar donde nació y creció, se resigna y sabe que “nadie podrá vivir aquí en cinco generaciones”.

En medio de un silencio solo roto por la desafinada sinfonía de “bip bip bip” digitales que no cesa en los contadores Geiger, la zona prohibida de Fukushima es un paisaje apocalíptico de ciudades fantasma donde campan a sus anchas vacas famélicas y bandadas de cuervos. Casas con las puertas abiertas esperan a unos dueños que nunca volverán. Restaurantes con telarañas anuncian aún sus menús del día. Como si el tiempo se hubiera detenido, muchos coches continúan aparcados frente a los Seven Eleven y Lawson que todavía lucen sus estanterías llenas. Bicicletas tiradas junto a los columpios de los parques infantiles acumulan polvo radiactivo. Y, un poco más allá, hay unos talleres abandonados donde los vehículos a reparar siguen montados en las grúas. Bajo la llovizna que cae de un tenebroso cielo plomizo, parece el escenario de una película de catástrofes, pero es la imagen real de la desolación.

A pesar de la radiactividad, una decena de residentes se niegan a marcharse de la “zona muerta”. Son, en su mayoría, ancianos de 90 años a los que les queda tan poco de vida que no creen que les dé tiempo a desarrollar un cáncer. Uno de ellos, que solo tiene 54 años, se ha convertido en una celebridad por relatar en un “blog” su resistencia a la evacuación. En su casa de Tomioka, a doce kilómetros de la central, Naoto Matsumura se ha atrincherado sin tomar ninguna precaución para alimentar a sus once cerdos, así como a otras vacas y animales que sus dueños dejaron atrás en su huida.

“No me he hecho ningún chequeo médico porque me preocupa más quedarme sin tabaco que la radiactividad”, explica este divorciado que antes vivía con su madre, a quien sus hermanos se llevaron lejos de allí tras una fuerte discusión. “Vinieron con unos trajes como si fueran astronautas y me dijeron que me estaba suicidando, pero saben que soy muy testarudo y viviré aquí siempre”, avisa ignorando a propósito los riesgos que corre. Sin electricidad ni agua, Matsumura cocina con bombonas de propano y rellena el depósito de la calefacción con queroseno, que compra cuando sale de la zona de exclusión para abastecerse de víveres tres o cuatro veces al mes. Un año después del tsunami atómico, es el último superviviente de Fukushima.

Jugarse la vida por 363 dólares diarios...

Por las carreteras de la “zona muerta” de Fukushima, donde aún se amontonan amasijos de coches y barcos varados por el tsunami a dos kilómetros del mar, solo circulan los camiones y furgonetas de los trabajadores de la central nuclear. Envueltos en fantasmagóricos trajes blancos y ocultos con siniestras máscaras antigás, 3.000 operarios se juegan la vida cada día para mantener fríos los reactores fundidos y poder desmantelarlos en el futuro.

Uno de ellos, que prefiere ocultar su identidad, pertenece a una empresa constructora que, desde el 1 de abril, reemplaza el suelo de la central porque estaba contaminado. Desde su puesto en la sala de mandos, puede ver las ruinas del reactor 3. “La radiación es de 130 microsieverts/hora, pero dentro es mucho más alta”, cuenta el operario, cuyos chequeos médicos son desde marzo trimestrales en lugar de mensuales. “En la última revisión tenía 10.940 becquerelios y me dijeron que estaba por debajo del límite de seguridad”, cuenta preocupado junto a su mujer, con la que tiene tres hijos de entre 14 y siete años.

A pesar del peligro, insiste en que no trabaja en la central por el dinero, sino porque “es nuestra obligación después de muchos años haciendo encargos para Tepco”. “En la planta ganamos al día 30,000 yenes (363 dólares), solo 5000 yenes (60 dólares) más que el salario medio en la construcción”, concluye el operario, otro evacuado nuclear que antes vivía a dos kilómetros de Fukushima 1 y, tras el accidente, sigue trabajando en la “zona muerta”.

Dos monjes budistas en Minamisoma. Ciudades completamente desiertas, carreteras que llevan a la nada y animales moribundos que vagan entre la radiactividad. La Zona de Exclusión Nuclear de Fukushima es desde hace un año un lugar fantasma envuelto en un silencio sepulcral.

En varias ciudades del mundo se efectuaron actos conmemorativos donde se pidió no usar la energía nuclear. Los 20 kilómetros que rodean la central nuclear de Fukushima Daiichi fueron declarados inhabitables después de que el tsunami golpeara la costa noreste de Japón y dañara cuatro de los seis reactores.

La planta ha emitido desde entonces cantidades de cesio radiactivo equivalentes a 168 bombas nucleares de Hiroshima. Cada centímetro de suelo, las fachadas de viviendas y edificios, la vegetación, el agua del mar y el aire han quedado contaminados.

Un cartel alaba el "futuro brillante" de la energía nuclear en la zona de 20 kilómetros evacuada alrededor de la central de Fukushima 1. Las localidades hoy desiertas sufrieron el impacto de un triple desastre: un terremoto inicial de 9.0 en la escala Richter, un maremoto con olas que en algunos puntos superaron los 40 metros de altura y, finalmente, el mayor accidente nuclear desde Chernóbil en 1986.

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