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Domingo 8 de julio.- En 1962 nació en Chile un programa de televisión de ambiciones sencillas pero que acabaría convirtiéndose en un fenómeno vertebrador de América Latina y de su extensión hacia Florida y la población hispana de EE UU. Pocas veces, un suceso televisivo, mucho menos uno concebido para satisfacer a los más humildes, ha merecido crédito como un factor de identidad y estímulo social. En ocasiones, en ciertos países, un programa determinado consigue formar parte de la memoria colectiva de una generación. Pero jamás se ha logrado un espectáculo que se herede de padres a hijos, durante medio siglo, desde la Patagonia hasta el norte de California. Solo Don Francisco, con su Sábado gigante, ha sido capaz. Por eso se convirtió el año pasado en el primer latino en entrar en el Salón de la Fama de la televisión norteamericana, y el segundo, después de Desi Arnaz, la célebre pareja de Lucille Ball, que cuenta con una estrella en el Paseo de la Fama de Hollywood. El libro Guinness de los récords lo cita como el programa más longevo de la televisión mundial.
No estamos hablando, por tanto, de un simple programa de televisión. Estamos hablando de un misterio, un misterio tan formidable que ni siquiera su creador, la persona que surge cuando desaparece el personaje, Mario Kreutzberger, es capaz de desentrañar.
Para calibrar la magnitud de este éxito es preciso delimitar el territorio en el que se produce. Esta es una región en la que cada quien hizo su guerra de independencia por su cuenta y nunca fue capaz de acercarse al sueño de unos Estados Unidos de Latinoamérica. No existen estructuras políticas comunes, salvo la mortecina OEA, ni convenios comerciales que comprometan a todos. Mercosur, el Pacto Andino o la Comunidad Económica Centroamericana son aún embriones de cooperación parcial que no acaban de consolidarse como verdaderas instituciones de soberanía compartida. Solo el idioma es patrimonio común. Si quisiera mencionarse la religión católica como un elemento de cohesión en América Latina, resultaría paradójico que sea precisamente un judío el responsable de un triunfo tan sensacional como Don Francisco.
No se puede decir que Sábado gigante tenga el mismo éxito en todos los países y entre todos los espectadores. Hay quienes critican el tono, a veces zafio, del programa y la simpleza de sus contenidos, que se reparten entre concursos sencillos, pequeños escándalos familiares y algunos chismorreos de famosos. Es un compendio de los contenidos que hoy dominan los reality shows en medio mundo, pero en una versión mucho más amable y apta para todos los públicos. Kreutzberger lo define como “un programa familiar”, y eso es lo que es, una oportunidad para que la familia latina, especialmente la que no tenía o no tiene recursos para entretenimientos más sofisticados, pase un buen rato el fin de semana. Nadie ha sabido dirigirse a ellos con semejante autenticidad y en nadie se reconocen con más espontaneidad.
Parte del misterio radica en que no hay nadie más alejado del prototipo de Don Francisco (ese ser simpático y campechano que cuenta chistes vulgares, baila con las abuelas y juega con los niños) que el propio Mario Kreutzberger, en realidad un hombre introvertido, tímido, de compleja biografía y un perfil más cercano a un intelectual que a un showman.
Mario Luis Kreutzberger Blumenfeld nació el 28 de diciembre de 1940 en Santiago de Chile, adonde su familia había llegado desde Alemania huyendo de la persecución nazi. Su padre, Erick Kreutzberger, un boxeador sin fortuna que pudo salir adelante como tendero de ropa, fue detenido y encarcelado en un campo de concentración. Para evitar la misma suerte, su madre, Anna Blumenfeld, cantante profesional de ópera, escapó a América. El matrimonio se reuniría en Chile, alrededor de un año antes del nacimiento de Mario, después de que el padre consiguiera salir de Alemania y tras su paso por un campo de trabajo en Inglaterra, donde ahorró durante varios meses para el pasaje del barco. En la travesía hizo planes con un compatriota para abrir una tienda de telas en la ciudad de Talca, 250 kilómetros al sur de Santiago. El negocio prosperó y Erick acabó estableciéndose por su cuenta en la capital como un exitoso sastre.
La madre, recuerda Kreutzberger, quiso volcar sobre su hijo su frustrada vocación artística. Le hizo aprender música y tocar varios instrumentos. Pero sus dotes en ese campo se revelaron pronto muy limitadas. El niño se mantuvo, no obstante, vinculado al espectáculo y llegó a hacer varias actuaciones como imitador y cómico para la comunidad judía de Santiago en el club Maccabi. Fue en ese momento, buscando un nombre más asequible para los chilenos que el impronunciable Kreutzberger, cuando apareció Don Francisco.
El padre no veía un gran futuro en las tablas y convenció al muchacho para que se fuera, a los 16 años, a estudiar contabilidad y corte y confección a un instituto tecnológico de Nueva York. Eso hizo. Se alojó en el hotel Stanford, que todavía existe, en la calle 32 con la avenida de Broadway. “Cuando yo entré en la habitación y vi una radio exactamente igual que la Grundig que teníamos en casa, con la diferencia de que en lugar de tener una tela por delante tenía un cristal, y cuando yo la encendí y comprobé que se podía oír y ver a la vez, pensé: mi padre me ha enviado a estudiar algo que es el ayer. Fue como si a un tipo que tiene un ábaco le dan una computadora”.
A partir de ese descubrimiento olvidó los estudios, aprendió inglés, vio televisión de forma obsesiva, leyó sobre televisión, se aprendió los programas, retuvo en la cabeza los movimientos de los personajes que aparecían y, de la noche la mañana, el aprendiz de sastre, cantante frustrado, humorista de salón, se transformó en un animal televisivo. Don Francisco adquirió su ser verdadero.
Cuando regresó a Chile ya no tenía más meta que la de trabajar en televisión, cosa que no podía resultar muy difícil en ese tiempo para un muchacho que contaba con la ventaja de su experiencia en Nueva York. “Chile entonces era una aldea”. El canal de la Universidad Católica, para el que trabajó en un principio, tenía 20,000 espectadores, y era el de mayor audiencia. Cuando, años más tarde, empezó Sábados gigantes, que es como se llamaba en su primera etapa, provocó una revolución en el medio y se convirtió rápidamente en la actividad obligatoria de los chilenos durante el fin de semana.
El programa avanzó durante una década con la tranquilidad provinciana con la que ocurría todo en Chile. Pero de repente se vio inmerso en la convulsión de un tiempo excepcional. Salvador Allende ponía en marcha su experimento de socialismo democrático. La derecha trataba de sabotear el proceso con huelgas y restricciones de alimentos. La izquierda presionaba con incautaciones irresponsables. El Ejército tramaba en la sombra, con la complicidad de EE UU, el golpe militar que poco después consumaría con Augusto Pinochet al frente. Don Francisco era un raro remanso de paz en medio de aquella tormenta. “Conviví con Allende con dificultad y conviví con Pinochet con dificultad, pero conviví”. “Incluso durante la dictadura y en todos los Gobiernos que sucedieron a la dictadura, el programa siempre cumplió con la función de puente entre las inquietudes de la gente, las necesidades de la gente, sin involucrarnos de manera partidista”. Probablemente en esa época desarrolló la capacidad de supervivencia que le ha mantenido en el primer plano hasta ahora. En estos 50 años, solo una semana estuvo su programa fuera del aire, y se debió a la muerte de su madre.
Cuando su hija empezó a trabajar en la televisión, él apareció a su lado en una entrevista en la que le preguntaron qué consejo podía darle para tener una larga carrera profesional. “Yo le dije, con toda honestidad: nosotros no somos dueños de los medios y, por tanto, no podemos hacer y decir lo que se nos ocurra. En algunas oportunidades vamos a tener que obviar cosas, como yo he hecho. Lo que yo no he hecho, nunca voy a hacer y recomiendo que no hagas es que pongas en tus labios cosas que no crees. Una empresa puede pedirte que no hables de los pingüinos, pero lo que no puede pedirte es que digas que los pingüinos no están en extinción cuando tú estás convencida de que sí lo están. Yo no lo haría”.
No se ve a Mario Kreutzberger cómodo hablando de política. Nunca ha confesado por qué partido vota y nunca ha mostrado preferencias por ningún Gobierno. La única causa de ese carácter que ha abrazado públicamente es la denuncia del exterminio judío por el régimen nazi. Hace unos años produjo y presentó un documental con su visión personal del Holocausto. Confiesa no haberse sentido nunca discriminado por su origen judío, aunque recuerda una infancia en que fue testigo del miedo de su familia y de su comunidad.
Su mayor motivo de orgullo personal es la Teletón, un proyecto anual de recaudación de dinero para obras sociales que en cada edición supera las cifras de la anterior. Se siente realmente una persona al servicio del pueblo. Mario Kreutzberger no sabe muy bien las razones del éxito de Don Francisco. Ni siquiera se le ve seguro sobre la calidad del programa. Cuando le pregunté que si él, el verdadero él, vería a Don Francisco, lo dudó por unos segundos y contestó: “Ahora que estoy en una entrevista, tengo que hablar bien del programa, pero yo no soy así, yo soy mucho más opaco”. De lo que sí está completamente satisfecho es de que la gente, sus espectadores, le veneren, y él trata de devolverles algo a través de la Teletón.
Las dudas de Mario en Don Francisco se acentuaron cuando el programa comenzó a rodarse en 1985 en los estudios de Univisión en Miami. Tuvo que aceptar ser copresentador, compartiendo la titularidad con un cubano, tal como imponía la comunidad que en ese momento controlaba todos los negocios de habla española de la ciudad. Tuvo que soportar críticas feroces por su falta de preparación para un mercado que estaba a años luz del chileno.
Don Francisco entendió que tenía que reinventarse. Estudió, se adaptó a nuevas tecnologías, a nuevos estilos. Y sobre todo, entendió la complejidad del público al que se dirigía a partir de ese momento. Aprendió los conceptos de hispano y de latino. “Yo distingo a dos grupos de personas que hablan español en EE UU. Uno es el de los latinos, aquellas personas de raíz hispana que mantienen algunos aspectos culturales hispanos, pero que están integrados en la sociedad norteamericana. El otro es el de los hispanos, que son los que mantienen preferentemente su cultura de origen. Yo me siento hispano, pero comprendo a los latinos y me dirijo a los latinos”. Ahora se mueve rodeado de móviles, es inseparable de su iPad y trata de responder al desafío de cualquier novedad que afecta a los medios de comunicación. El mundo ha cambiado mucho desde 1962.
En Miami descubrió el poder del idioma español, que le permite unir a públicos de 13 países en un espectáculo de interés común. Y desde la gran torre de observación que es EE UU descubrió también el alcance de su propio poder. No tiene afán de hacer gran cosa con ese poder. Ha ganado mucho dinero, pero no se comporta como un millonario. Su matrimonio con Temy Muchnick cumple tantos años como su programa. Tiene tres hijos y nueve nietos. Y se considera un empleado más de Univisión que algunos días comparte con sus compañeros mesa en la cafetería de la empresa. Es famoso, desde luego, muy famoso, y eso le ha hecho pagar algún precio. En un par de ocasiones ha tenido que defenderse de una reclamación de paternidad y una demanda de acoso sexual. En ambas, los jueces le dieron la razón.
Para despegarse de Don Francisco, Mario Kreutzberger tiene que someterse tras cada grabación a una exigente reprogramación a base de sueño, ejercicio y familia. La duda es si Mario Kreutzberger podrá sobrevivir a Don Francisco. Con el tono trágico que, como buen humorista, pone en sus palabras, le gusta referirse a la obra The little shop of horrors, en la que un florista cultiva meticulosamente la planta carnívora que lo acaba devorando. (EL PAÍS)