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Cuatro estrellas
J. Edgar es un tema difícil. Equivale a hablar no solo de sus valores fílmicos —que con Eastwood como director son una garantía— sino de la capacidad reflexiva del guión. Película biográfica que intenta adentrarse a uno de los personajes más oscuros de la historia estadounidense.
Nos cuenta la forma en que Hoover (Leonardo DiCaprio) creó el FBI y las acciones que emprendió durante su largo mandato, de casi medio siglo, en dicha institución. La parte privada del personaje explora la edípica relación con su madre (Judi Dench) y su "castísima" relación homosexual con Cyde Tolson (Armie Hammer).
Abordar a Hoover sigue siendo riesgoso para cualquiera cineasta que pretenda una revisión histórica a través del biopic. Hay tanta oscuridad en este personaje, que arrojar luz cinematográfica sobre él es poner un reflector sobre las bases ideológicas de Norteamérica y cuestionar una estructura aún vigente.
Clint Eastwood es un hombre con una amplia conciencia política. Viene de una generación que padeció el Macartismo, Vietnam y la Guerra Fría. Fue testigo de una época donde Hollywood respiraba política y no sólo frivolidad. Por ello, el filme tiene un valor especial y es capaz de sugerir situaciones "políticamente incorrectas".
Ante la despolitización de la cinematografía gringa, J. Edgar representa una gran ofensa para el mainstream. Su mayor transgresión es un diálogo en off donde Hoover dice: un país que olvida su historia está condenado a repetir sus errores. Y es cierto, la amnesia permite la impunidad y el olvido hace eternas las injusticias. De esa forma los culpables siguen libres y hasta con posibilidades de regresar al poder. Verbigracia el PRI y Peña Nieto.
Eastwood ha pisado algunos callos, a pesar de que la película se queda corta en comparación con la malignidad del verdadero J. Edgar. Hay muchas cosas que no se dicen y otras que apenas se insinúan. No se menciona que Hoover desestabilizó América Latina provocando guerras internas y golpes militares; tampoco se habla del Macartismo o los asesinatos de artistas e intelectuales acusados de comunistas. Lo que sí se muestra es que Hoover amenazó a los Keneddy, utilizó el espionaje para chantajear a presidentes y trató de evitar que Martin Luther King recibiera el Nobel de la Paz. Y lo que sólo se insinúa es su travestismo y la extraña relación con su secretaria particular, Helen Gandy.
Sobre este punto hay que destacar el extraordinario trabajo de Naomi Watts interpretando a Helen. La actriz consigue exorcizar su belleza y glamour para transformarse en un personaje gris. Por su parte, Judi Dench tiene un desenvolvimiento inmejorable como la moralista y controladora madre de Edgar. Pero quien se lleva las palmas es Leonardo DiCaprio.
Cuando Hoover es anciano, DiCaprio tiene la corporalidad de un hombre avejentado —que nos recuerda a Orson Welles en Ciudadano Kane. Otro gran momento interpretativo de DiCaprio es la escena del discurso en la corte para aprobar la Ley Lindbergh, donde la voz del actor adquiere la entonación y cadencia de los años 30.
En cuanto al planteamiento de la relación homosexual entre Edgar y Clyde Tolson, esta se maneja de forma puritana y romántica por el guionista Dustin Lance Black, autor de la panfletaria cinta Mi nombre es Harvey Milk.
En sus últimos minutos, la película se concentra en el racismo de Hoover y su odio por Martin Luther King. Esto con toda la intención de asociar el discurso con la presidencia actual de Obama y dar un mensaje de cambio ideológico. Inclusive aparece un actor negro —muy parecido a Obama— interpretando a un joven encargado de escribir las memorias del protagonista.
J. Edgar es un filme que indaga en la creación y consolidación del FBI, institución concebida por un megalómano y cuyas bases son los delirios de grandeza, la paranoia, el espionaje, la intimidación, la prepotencia y la fabricación de pruebas que legitiman su distorsionada visión de la realidad.
Para Eastwood, J. Edgar Hoover es una persona con problemas mentales que llegó a tener un poder incalculable. Por ello nos muestra la obsesión por promover su imagen en medios de comunicación y el miedo a que alguien le haga sombra —cualquier semejanza con la realidad es mera coincidencia.
Pero aún quedan preguntas en el aire. ¿Realmente las cosas han cambiado? Quizá ya no haya un Hoover aplicando el Plan Condor, pero hay alguien más ordenando el operativo Rápido y furioso. Sigue muy activa la estrategia de desestabilizar a un país —en este caso abasteciendo de armas al narcotráfico— para poder controlarlo. ¿Haber culpado a Irak de tener supuestas armas químicas que nunca aparecieron, no es un acto digno de J. Edgar?
Considerando la forma en que Nixon se manejó dentro de la política, aunado al complejo funcionamiento del FBI ¿Debemos creer que los archivos de Hoover —creados durante más de 40 años— desaparecieron en cuestión de minutos? ¿Por qué no pensar que esos archivos permanecen en su lugar y se han transformado con la aparición del internet? ¿No será que las cuentas de búsqueda en Google, los correos electrónicos y las visitas en Youtube sirven para el control y supervisión de cada individuo en cualquier parte del mundo?
El control absoluto de la información en línea nos hace entender cuáles son las verdaderas intenciones de la Ley SOPA. El FBI tiene miedo de que la internet sea utilizada para la concientización ciudadana y más en esta época donde parece tambalearse el modelo neoliberal. En la era del Facebook, donde los poderosos y los empresarios tienen más información que nunca, el sueño fascista de Hoover es toda una realidad. Es por ello que esta película es una piedra en el zapato de muchos y ha quedado completamente fuera de la competencia por el Oscar 2012.