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WASHINGTON D.C., 21 de enero.- Barack Obama marcó este lunes un tono mucho más progresista para su segundo mandato con un discurso en el que anticipó un futuro distinto y mejor, en el que haya verdadera igualdad de oportunidades, sin discriminaciones sociales ni ventajas legales que favorezcan el éxito de algunos a costa de la perenne marginación de otros, un futuro en el que los grandes valores en los que se fundamenta este país estén realmente al servicio del más humilde de sus ciudadanos. “Respondamos a la llamada de la historia e iluminemos el incierto futuro con la preciosa llama de la libertad”, ha dicho el presidente tras prestar juramento para un nuevo mandato de cuatro años.
El presidente Obama durante la parada inaugural junto a su esposa, Michelle.
Decir a estas alturas que un discurso de Obama fue emocionante puede parecer redundante. En realidad, nadie esperaba mucho de este discurso, en un tiempo en el que hacen falta más obras que palabras. Pero Obama sorprendió con un discurso verdaderamente emocionante, en el que les recordó al cerca de un millón de personas presentes en la calle y a los 311 millones de estadounidenses las buenas razones que tienen para estar orgullosos de serlo. Y, sobre todo, la enorme oportunidad de que disponen de mejorar aún mucho más su país, dignificándolo, modernizándolo, asumiendo los retos que presenta esta nueva época y extendiendo lo más posible los sueños que movieron a los padres fundadores.
Más importante aún, este fue un discurso que definió a Obama como pocos que haya pronunciado hasta ahora. Fue un discurso que sitúa al presidente en un rumbo claro, el de la paz y la justicia social, y un discurso que algún día permitirá, quizá, referirse al mandato de Obama como aquel en el que se intentó reducir las diferencias entre los norteamericanos y el país ganó unidad y fe en su destino como una fuerza para el bien, como “una fuente de esperanza para los pobres, los enfermos, los marginados, las víctimas de prejuicios”.
Aunque este no era el momento para eso –lo será el discurso sobre el estado de la Unión, el próximo 12 de febrero-, hubo algunas referencias a objetivos concretos e inmediatos. La más clara fue la promesa de “responder a la amenaza del cambio climático”. “Algunos pueden todavía negar el contundente juicio de la ciencia”, dijo, “pero nadie puede evitar el devastador impacto de los incendios masivos, las monstruosas sequías y las tormentas más poderosas”. Advirtió que “el camino hacia las fuentes de energías sostenibles será largo y a veces difícil”, pero añadió que “EE UU tiene que estar al frente”.
Para sus partidarios, Obama vale un millón de dólares.
Obama habló también de la necesidad de completar el trabajo para la igualdad de las mujeres, de los homosexuales –“si realmente somos creados iguales, el amor que cada uno le ofrece a otro también debe ser tratado por igual”- y aludió a la reforma migratoria al declarar que “nuestro viaje no habrá terminado hasta que encontremos una mejor forma de acoger a los esforzados y esperanzados inmigrantes que todavía ven América como la tierra de las oportunidades”.
Por encima de compromisos sobre lo que estará en su mesa de trabajo en estos próximos cuatro años, Obama hizo una defensa de su modelo de país y de su visión de hacia dónde lo quiere conducir. Son, por supuesto, solo palabras. Palabras que hoy mismo chocarán con la realidad de un momento político extremadamente polarizado y de la mediocridad y el egoísmo de quienes defienden sus particulares intereses día a día. Pero, si el mundo vive hoy, entre otras muchas cosas, una crisis de confianza, las palabras pueden ayudar, al menos, a enfocar de forma más precisa la búsqueda de soluciones.
El modelo que Obama mostró, la tarea que ofreció a lo que llamó en términos kennedyanos “nuestra generación”, es la de “hacer realidad para cada norteamericano los valores de vida, libertad y búsqueda de la felicidad”. ¿Cómo se hace eso? Con unidad –“preservar nuestra libertad individual requiere en última instancia una acción colectiva… tenemos que actuar como una nación, como un pueblo”-, con fe en el poder transformador de una sociedad –“ustedes y yo, como ciudadanos, tenemos el poder de marcar el rumbo de este país”- y con tolerancia hacia las ideas de los demás –“no podemos confundir los principios con el absolutismo”.
Obama en el ámbito doméstico apostó por un país más igualitario, un país “que no puede triunfar cuando a muy pocos les va muy bien mientras que a una mayoría cada vez mayor les va cada vez peor”, unos EE. UU. en los que “cada persona encuentre independencia y orgullo en su trabajo, en el que los trabajadores honestos reciban un salario que pueda sacar a sus familias del sufrimiento, en el que una niña nacida en la más sombría pobreza sepa que tiene las mismas oportunidades que cualquiera”.
Joe Biden saluda eufórico a la multitud durante la parada inaugural.
Y en el ámbito internacional, Obama se situó de forma más decidida a favor de la búsqueda de la paz. “Creemos que la paz y la seguridad verdaderas no requieren una guerra perpetua”, afirmó. “Demostraremos el coraje”, añadió “de tratar de resolver nuestras diferencias con otras naciones pacíficamente, no porque seamos ingenuos sobre los peligros que nos acechan, sino porque creemos que el entendimiento puede eliminar de forma más duradera las sospechas y los miedos”.
Será la última vez que Obama hable desde la escalinatas del Capitolio. En cuatro años, EE UU tendrá otro presidente. Pero el actual aprovechó esta última oportunidad para dejar un mensaje que, con opiniones a favor y en contra, resonará por mucho tiempo.
No era el menú más apropiado para dar luego unos bailoteos ante las cámaras, ni tampoco el plato más sofisticado para un banquete inaugural, pero a Obama le dieron de comer bisonte con patatas. Ya se sabe que tiene unos cuantos enemigos en el Congreso, que es el que invitaba en su sede al ya juramentado presidente.
La comida en el edificio del Capitolio tenía como entrante ejemplares de langosta con crema de almejas al modo de Nueva Inglaterra (el crustáceo es muy típico de Maine y la crema es característica de la zona de Boston).
Luego seguía el plato principal, presentado con un gran título: bisonte al grill con pastel de patata y rábano, reducido con frutos que en inglés tienen la gran resonancia de «huckleberry» y en castellano se denominan con el latín «gaylussacia».
Para postre, a Obama y señora le fue ofrecido pastel de manzana a la manera del Valle de Hudson, con crema y helado, acompañado de queso madurado y miel.
Se diría que el menú cubría todo el territorio nacional, desde la costa Este (entrante de Nueva Inglaterra y postre del Valle del Hudson), pasando por el mediooeste, territorio del bisonte, al oeste (el «huckleberry» es el fruto «estatal» de Idaho).(EL PAÍS / ABC)