2182 palabras
Me ha llevado mucho tiempo finalmente escribir estas primeras palabras. Corro un grave riesgo: ser tachado de extremoso de la derecha. En realidad, he sido tachado en mi sociedad de extremoso de la izquierda. Los que no saben cómo colocarme, sencillamente me califican de “excéntrico”.
Sea yo lo que yo sea, Sergio Aguayo es un escritor cuyo producto en general, no me gusta. Mi maestra de metodología en la investigación de ciencias sociales lo hubiera reprobado sin remedio. Yo también.
Afortunadamente la palabra escrita es poco leída en nuestro país. Retiro lo escrito, sin negar que lo pensé. Es una pena nacional que la letra escrita sea tan poco importante para el mexicano en general. Sin embargo, cuando leo lo que personas como Sergio Aguayo pueden escribir, entonces sí, prefiero que haya menos gente que lea. Así, con poca gente leyendo tenemos el grado de confusión que reina hoy, ¿se imaginan si más lectores tuvieran interés y acceso a lo que Sergio Aguayo y los que escriben como él —en fin, dicen lo mismo, vaya— qué nos pasaría en México?
Algunas personas creen que gobiernos de “izquierda” son los que finalmente harían que México “cambie”. Cuando ellos dicen eso, el sentido del término “cambio” habrá de ser: que haya menos pobres, que haya menos niños en la calle, que haya más gente bien nutrida, y cosas similares. Pero no vemos que eso suceda en países con regímenes de la izquierda típica. De hecho, vemos que sucede exactamente lo contrario: aumentan los pobres, los problemas y la sociedad se estanca.
En México somos, hoy, por primera vez en decenas de años, autosuficientes en alimentos. Importamos alimento barato para botana. Vendemos lo que nos compran a buen precio. No estamos “atorados”, como cuando el PRI tenía a México de tal manera que cada tortilla servida en una mesa de comer mexicana, tenía granos de maíz producidos en Iowa —o algún lejano lugar. No se cacareó, pero fue la realidad: bastaron 4 años de Fox para que México pasara, de ser un importador neto de alimentos, a ser un exportador de comida.
En México tenemos un problema grave de diferencia de visión de vida por parte de dos grandes grupos de mexicanos: los que aspiran y nacen en el seno de familias que manejan la modernidad y, por el otro lado, los que nacen en el seno de familias que se han mantenido con una visión local del universo —aunque aún a éstos los adelantos tecnológicos les han hecho ver las cosas en forma diferente.
Pero del segundo grupo no debería quedar uno solo. Es la corrupción educativa lo que hace que hasta hoy existan esos grupos de visión local. Eso me provoca reacciones involuntarias de retortijones internos que pueden lanzarme a exabruptos salvajes nada convenientes en el seno de la vida civilizada. ¿Por qué un país que cobra cada mes 2% sobre todas las nóminas de la nación sólo para ser usado en educación, después de 50 años de hacerlo, continúa teniendo gente con visión local del universo —esa que aprende en el hogar y no en el aula? Respuesta: por robo, que no es sino corrupción.
Para Sergio Aguayo todo los problemas tienen su raíz en el proceso de solucionar los problemas. Veamos por qué digo esto. Para los que se dicen “de izquierda”, los negocios son los enemigos del progreso de México, porque generan gente muy rica, dejando a muchos muy pobres. Es obvio que Sergio Aguayo y los que piensan cómo él están convencidos de que se trata de un problema de distribución de la riqueza. Y a esto extienden la distribución de las oportunidades.
Y eso es falso. Y es que estas personas no entienden algo que, por desgracia, tampoco entienden los del “otro bando”, es decir, los de la derecha. También les molesta que no paguen impuestos. Lo cual es falso de toda falsedad. ISR es un impuesto. Pero habría que estudiar con cuidado cuánto pagan de cuotas del IMSS, cuánto en cuotas del INFONAVIT, cuánto en cuotas para educación y cuánto ISR canalizan al erario central, dinero que muchas veces debe ser financiado por los “negocios”, porque se debe pagar mucho antes de tener resultados.
El ISR es un impuesto relativo, que sólo se paga si la empresa tiene utilidades operativas. El proceso de reinversión es parte de lo que hace que las empresas crezcan —generando más trabajo, más producción y más impuestos indirectos para los gobiernos— y, al mismo tiempo, evitando convertirse en utilidad que causa ISR. Si el ISR se cambiara por ISV (impuesto directo sobre la venta), las cosas serían diferentes. Cada venta —no importa se dejó o no utilidad— tendría un socio: la sociedad entera a través del ISV directo al gobierno.
El ISR es el peor tipo de impuesto que puede diseñarse y sostenerse. Es el impuesto que “premia” a la empresa ineficiente y castiga a la empresa eficiente. Una empresa eficiente es la que logra un mayor margen de utilidad. La empresa ineficiente es la que logra un menor margen de utilidad, o, en el peor de los casos, incluso tiene pérdidas. El ISR es un impuesto, por lo tanto, que premia a la empresa que no tiene utilidades y castiga a la que sí las tiene. El “espíritu” de esta ley, claro está, radica en tomar de la empresa que tiene utilidades una parte de lo que supuestamente no debió haber cobrado por su servicio o producto y, al cobrarlo, logró “exceso de utilidades”. Una parte de este “exceso”, pues, se le entrega al gobierno para los fines socialmente convenientes.
Sin embargo, la lógica de los negocios exige que sea el consejo de administración de cada entidad productiva la que decida qué hacer con las utilidades. De allí que la llamada planeación fiscal tenga como objetivo primario precisamente lograr eso: que la utilidad sea utilizada según quien la genera y no nadie externo.
No es la “acumulación” lo que genera pobres, sino la falta de competitividad en las fuerzas productivas de una sociedad. En un sistema altamente competitivo, el proceso de selección natural se encargará de premiar a los eficientes y castigar a los ineficientes. Cuando el gobierno castiga a los eficientes o protege a los ineficientes, está traicionando los más naturales principios de progreso generalizado. Los lineamientos elementales del partido llamado de la “derecha” en México marcaban precisamente lo contrario de lo que hizo el partido “del centro” en el país: optaron siempre por el respeto a la individualidad y la promoción de un ambiente democrático.
“Es que no todos somos iguales”. Falso. Todos nacemos iguales y dejamos de ser iguales en la medida en que somos expuestos a diferentes métodos educativos y oportunidades de supervivencia. Lo que nos hace diferentes son las condiciones. Y para ello se crean: educación pública, salud pública, servicios públicos.
La educación de paga no tiene por qué ser mejor que la educación, también “de paga”, a cargo del gobierno. Una es de paga: el dinero sale directamente del bolsillo de los padres de los educandos hacia las escuelas (de paga); en el segundo caso, el dinero proviene de las contribuciones fiscales de todos los que en una forma u otra las hacen. En el caso de México, prácticamente todos los que compran cualquier cosa que tenga IVA. Por lo tanto, la escuela pública la sostenemos todos, colectivamente.
El IVA es el impuesto al consumo que sólo debe pagar el consumidor final, es decir, la persona que se beneficia directamente con el producto que causa IVA. En la cadena productiva, los negocios entre sí se pagan IVA y deben pagar al gobierno lo que de este cobro o pago les quede a favor. El IVA es un impuesto que no tiene por qué se pagado por quienes compran y venden productos y servicios que se usan en la cadena productiva. El IVA es un impuesto a cargo del consumidor final, es decir, aquel individuo o institución que es directamente beneficiado por el consumo de ese producto que fue hecho posible gracias a muchas acciones de diferentes actores de la cadena.
Los negocios necesitan consumidores, finales o intermedios. Obvio es que en tanto más consumidores finales existan, mejor les irá a todos los negocios. En México la petición debe ir hacia la conversión de cada mexicano en un consumidor importante. Todo individuo que tiene capacidad de ser un consumidor —que tiene “dinero” para comprar bienes para su beneficio personal— se convierte en un elemento valioso para la economía de una nación. Los consumidores se convierten en tales a raíz de recibir paga por su tiempo, su conocimiento y la combinación de ambos a favor de una entidad productiva. Las entidades productivas requieren más personas ocupadas —y recibiendo una paga— en la medida en que sus mercados son mayores.
La pobreza, en pocas palabras, sólo se combate eficazmente con riqueza: haciendo que más personas tengan el privilegio de acceder a los productos generados por todas las entidades productivas, mismas que, como sabemos, serán más exitosas en la medida en que tengan mercados más grandes.
El sistema que llaman de “derecha” —o de centro, si cierto partido político es el que lo promueve— promueve que la sociedad esté formada por leyes e individuos que permitan que la competencia sea la que determine quién gana la contienda de todos los días. Les molesta a los que se llaman “de izquierda” que lo que ellos llaman, también, “los más vulnerables”, “los más necesitados”, “los marginados”, y nombres similares, estén como están. Dicen que hay que ir a rescatarlos.
Y eso es lo que hace el sistema que ellos odian: rescatar en forma definitiva a los que aún no son consumidores. Lo hace poco a poco, pero en forma segura, firme, definitiva. Los gobiernos populistas tratan de lograr resultados inmediatos vía endeudamiento, expropiaciones y otras movidas espectaculares que generan grandes esperanzas, pero que, asimismo, se convierten en decepciones totales en muy poco tiempo, regresando a niveles de pobreza aún peores de los que se tenía antes de intentar la racha “de izquierda”.
Ése es el peligro que representaba López Obrador para México: esa oferta de bienestar inmediato, en vez del procedimiento de crecimiento progresivo de las fuerzas de producción que lleva consigo, en forma irremediable, la inclusión de más personas a la fuerza de trabajo.
No puede ser ilegal expresar públicamente lo que uno piensa, cree o sustenta, como opinión, de algo. Si yo estoy convencido de que López Obrador, en su oferta, era —o es— un peligro para México, yo tengo derecho a decirlo, en tanto que tú, si no estás de acuerdo, tienes derecho a contradecirlo. Para eso son los debates públicos. En toco caso, más ilegal fue lo que hizo el equipo de López Obrador al calumniar al cuñado de Calderón con información que jamás pudo ser probada, pero sí provocó esa situación que se tradujo en una diferencia de muy pocos votos. Sin el lanzamiento de la calumnia difamatoria, Calderón hubiese tenido 2 millones más de votos a su favor.
Si había algo de cierto en la calumnia difamatoria, es seguro que no se le habría dejado en paz ni al cuñado ni a la empresa.
Ilegal y traición a la patria fue la ley electoral —la de 2007— que prohibe a los ciudadanos comunicar masivamente lo que piensan, lo que creen, lo que opinan. El cambio sólo se hizo para aplacar los ánimos infantiles —el niño mimado que quiere la luna y hay que dársela para que no haga berrinche— de López Obrador y su equipo. No ganó, punto.
Sergio Aguayo y los que piensan como él son, efectivamente, un peligro para la humanidad.