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Tres millones de ciudadanos norteamericanos -no sabemos si tenían que tener edad de votar- contribuyeron, en conjunto, con la cantidad de US$650 millones a la campaña del demócrata Barack Obama. Desde un principio, el candidato victorioso escogió no usar fondos públicos para financiar su campaña. McCain, en cambio, sí usó los fondos del estado. Eso le permitió a Obama la posibilidad de recolectar en forma ilimitada los fondos necesarios para su campaña.
Las campañas políticas en las democracias modernas se ganan con dinero. El dinero no tiene por qué ser de orígenes oscuros, dudosos o comprometedores. Puede provenir de personas ubicadas en todas las latitudes del país y estratos socio-económicos. La ley de los Estados Unidos permite que el dinero provenga de millones de ciudadanos, cada uno de los cuales dará una cantidad pequeña, con un límite máximo de US$2,500 por persona. Ese límite define que el donativo sólo será dado por quienes realmente crean efectivamente en los ideales del candidato.
El concepto de "tope" de campaña que tenemos en México no existe en Estados Unidos -a menos que se opte por usar dinero del estado. El tope lógico es la cantidad de donantes que deseen participar. El límite personal es -aunque parezca alto para México- adecuado para ese país.
¿Por qué se necesita tanta lana? Sencillamente porque el candidato, cualquiera que sea, tiene que hacerse conocer por cada uno de los millones de votantes. Eso sólo puede hacerse a través de los medios masivos de comunicación, como la televisión y muy secundariamente la radio.
¿E Internet? Es el medio de comunicación individual por excelencia. Los vídeos de Obama en YouTube fueron vistos, cada uno, por 75 o más millones de personas. Son cortos, contundentes y al grano. Y ahora sabemos que fueron efectivos: lograron el objetivo, convencieron.
El último programa televisivo de Obama se calcula que fue visto en forma simultánea por unos 30 millones de votantes, menos de la mitad de los que llegaron a ver los vídeos en YouTube. Probablemente se trata de personas diferentes de las que tuvieron contacto con el candidato a través de Internet.
McCain y sus seguidores también tuvieron la oportunidad de comunicar sus ideas a los votantes. Tanto los vídeos como los programas de TV de McCain fueron vistos por considerablemente menos personas que los de Obama.
En México, las necesidades de un candidato no son diferentes. El votante mexicano debe llegar a la boleta perfectamente enterado de qué significan -como personas humanas- los nombres de los políticos que serán sus opciones. La propaganda política como la que Obama transfirió a través de Internet no tiene por qué estar ausente en México, porque es la que permite una imagen más exacta del candidato que será una opción en la boleta.
Obama logró una afluencia a las urnas como jamás se había visto. En México debemos lograr lo mismo, pero con electores bien informados acerca de los candidatos.
Obama ofreció un cambio, pero no a costa de la reputación de sus contrincantes electorales, sino, más bien, como una continuidad de los valores de la nación poniendo énfasis en puntos que parecían ser diferentes a los seleccionados por su oponente. Habría sido muy fácil apuntar a los culpables de la crisis financiera que se convertirá en recesión. En vez de ello, ofreció soluciones.
Básicamente hay una lección que los mexicanos podemos aprender: es válido ganar una elección con mucho dinero. En el caso Obama, la obtención del dinero tuvo dos etapas: la primera, el proceso de convicción dirigido a los que tendrían la posibilidad financiera de aportar; la segunda, el proceso de provocar que el dinero llegara a quedar disponible para la campaña.
En México se ve con ojos de sospecha cualquier contribución monetaria privada a las campañas de los políticos. Posiblemente sea incorrecto aceptar grandes cantidades de unos cuantos: en alguna forma, crea un compromiso moral delicado y le deja, al político, momentos difíciles en los que su actuación no necesariamente habría de ser a favor de la mayoría. Sin embargo, todo este problema se esfuma cuando se aplica la simple regla de que nadie puede aportar más de una cantidad relativamente pequeña. En el caso de la campaña de Obama, los US$650 millones provinieron de 3 millones de ciudadanos. Nos da un promedio de US$216.67 por donante -unos $2751.67 al tipo de cambio de 12.70. El límite legal era de US$2500 por ciudadano -un límite muy por encima del promedio real alcanzado.
Los políticos mexicanos le deben tener mucho miedo al reto de conseguir donantes para sus campañas. Sólo podemos entender ese miedo por un factor: los políticos mexicanos no han sabido o no han querido convencer al electorado mexicano que el voto de cada uno no es una dádiva intercambiable por un regalo sino una manifestación personal de lo que se considera conveniente para el país.
Hoy, los votantes, en vez de donar para los candidatos de su preferencia, extienden la mano y la abren a ver cuánto les podrá tocar por su voto. Es cierto, la mayor parte del electorado mexicano no goza de una economía boyante, pero, realmente, ¿no sería válido, por ejemplo, que un candidato a la presidencia tratara de recibir de sus seguidores -3 millones de ellos- $250 -en promedio de cada uno- para que con ese dinero trate de convencer a los 50 millones restantes de votar por él? Los donativos se canalizarían, desde luego, a través del IFE y tendrían un límite máximo de $2500 por donante.
Sí, el dinero haría posible que algún candidato gane o pierda. Ese dinero sería producto también de un convencimiento por parte del donante -elector- a favor del candidato de su preferencia. Y ese dinero no sería para medios masivos -la ley electoral ya tiene un mecanismo para distribuir los tiempos- sino exclusivamente para todo lo demás.