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No son fáciles los cambios en una organización sólida y boyante con más de 20 siglos de antigüedad, cuya directiva está formada por un consejo de ancianos y cuyo jefe máximo —en la tierra— solo tiene que dar cuentas a Dios de sus decisiones infalibles. Tal vez solo así se pueda explicar la reacción tardía y errática de la Iglesia católica ante los miles de abusos a menores cometidos por clérigos en todo el mundo. Y tal vez solo así se pueda entender hasta qué punto el simposio sobre esta cuestión, organizado por el Vaticano y clausurado el jueves en Roma, ha supuesto un giro copernicano en su política. No solo porque por primera vez —en directo, con luz y taquígrafos— representantes de 110 conferencias episcopales y superiores de 30 órdenes hayan escuchado de viva voz el testimonio de una de “sus” víctimas, sino también porque el mensaje, rubricado con el sello papal, es nítido y contundente: “Las víctimas son nuestra prioridad. Los curas, ante el juez”.
La Iglesia puede estar callada durante décadas —incluso con un silencio cómplice—, pero cuando habla lo hace midiendo muy bien el mensaje, los tiempos, la escenografía. Desde el lunes hasta el jueves, Roma ha sido la sede de un simposio milimétricamente organizado por el Vaticano, a través de la Pontificia Universidad Gregoriana, para lanzar un mensaje muy claro al orbe cristiano resumido en tres reflexiones del Papa y una cuarta pronunciada por el obispo Charles Scicluna, promotor de justicia del Vaticano. Las frases de Benedicto XVI son: “La pederastia es una tragedia. Las víctimas tienen que ser nuestra preocupación prioritaria. La Iglesia necesita una profunda renovación”. La cuarta reflexión, la del obispo Scicluna, es la consecuencia lógica de las tres anteriores y supone, de hecho, un gran salto adelante: “Es erróneo e injusto aplicar la ley del silencio ante los casos de pederastia. El abuso sexual de menores no es solo un delito canónico, sino también un delito perseguido por el Derecho Civil. Por tanto, es esencial cooperar con las autoridades”. El cardenal de Múnich (Alemania), Reinhard Marx, vino a decir lo mismo en el cierre de la cumbre, aunque de otra manera: “La legislación estatal no se puede ver como una injerencia en los asuntos de la Iglesia”.
Cualquiera, con un mínimo punto crítico, puede responder que las valoraciones antes expuestas son un rosario de obviedades. Y es cierto. Pero son un rosario de obviedades que, hasta hace poco, la Iglesia tenía sepultadas bajo las siete llaves de los ojos cerrados, de la negación, de la estigmatización de las víctimas, de la protección —casi delictiva— de los culpables… Teniendo en cuenta estos antecedentes es cuando adquiere valor el simposio. No solo por lo dicho, sino por la forma de decirlo.
El encuentro ha sido en realidad una ceremonia en la que, de forma pública, se ha representado el sacramento de la Penitencia. El Papa, en su mensaje inaugural, aportaba la necesaria dosis de arrepentimiento al reconocer la gran deuda de la Iglesia con las inocentes víctimas de sus pastores. Enseguida, los participantes conocieron el testimonio desgarrador de Marie Collins, la mujer irlandesa de 65 años que, cuando tenía 13 y se encontraba sola y enferma en un hospital, fue agredida sexualmente por un capellán: “Las mismas manos que abusaban de mí me daban la comunión”. Sus palabras ante los sacerdotes y obispos reunidos en Roma —para que ya nadie en el seno de la Iglesia pueda decir nunca que no se enteró, que no sabía— fueron dadas a conocer inmediatamente a la opinión pública, en un mensaje muy nítido de que ya se acabó el tiempo del silencio. El testimonio de Collins —su agresión, la forma en que el sacerdote le inoculó la culpa, la estrategia de la jerarquía para protegerlo— representó de una forma muy gráfica la actitud de la Iglesia durante décadas. Estos días la Iglesia ha reconocido, ante sí y ante el mundo, el más feo de sus pecados.
La penitencia impuesta —más de 2000 millones de dólares (1507 millones de euros) pagados en indemnizaciones y una bruma de sospecha que envuelve también a los inocentes— deberá desembocar ahora en un eficaz propósito de enmienda. Los participantes en el simposio, que pidieron perdón públicamente a las víctimas, tendrán que elaborar antes de mediados de mayo una serie de propuestas para intentar atajar un problema cuyas dimensiones aún no se conocen. De hecho, algunos representantes de la curia han mostrado su preocupación por lo que pueda estar sucediendo en Asia o en África, de donde prácticamente no llegan denuncias.
Pese al largo camino por recorrer, el representante en el simposio del episcopado italiano, el cardenal Lorenzo Ghizzoni, asegura que estas jornadas han supuesto “un cambio de mentalidad” total: “La determinación de poner en primer lugar a las víctimas es un verdadero giro copernicano para la Iglesia”.