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Hace unos días estuvo Paul Krugman en México y, en recuerdo de los tiempos en los que solía hablar como economista y no como un aguerrido militante del ala radical del Partido Demócrata, descubrió el agua tibia: México, dijo, no encaja en el actual patrón de las economías emergentes más destacadas hoy. Totalmente cierto.
Los seguidores locales de Krugman consignaron en grandes titulares la observación de su maestro, aunque no la entendieron en absoluto. No advirtieron – seguramente porque minutos después alguna centenaria y polvosa “novedad revolucionaria” los distrajo- que detrás del hecho señalado por Krugman está la crítica más demoledora que se puede hacer a esa metáfora fallida de la historia oficial que llamamos “revolución mexicana”.
Digámoslo de una vez: Si se desea culpar o agradecer a alguien por el hecho de que a México le sea imposible pertenecer al glamoroso grupo de los países BRIC (Brasil, Rusia, India y China) es a la dichosa “revolución mexicana”, en especial en su vertiente campesino-justiciera plasmada en esa receta infalible para el atraso y la pobreza que se llamó “reforma agraria”.
Recuérdenlo: Brasil jamás hizo una reforma agraria. Y esa ha sido, con el tiempo, una de sus grandes ventajas en la competencia mundial.
Dicho de manera positiva: México adquirió una vocación de productor de manufacturas de exportación, volcada de forma dominante hacia los Estados Unidos, y no una vocación de país exportador de materias primas o “commodities” como Brasil, gracias a Emiliano Zapata (el mito), a Lázaro Cárdenas, que no sólo expropió el petróleo sino que llevó el reparto agrario a la friolera de 25 millones de hectáreas, y a otros personajes como Andrés Molina Enríquez quien estructuró teóricamente la embestida “revolucionaria” contra la propiedad privada en el campo.
Se atribuye a Zapata el haber dicho que “la tierra es para quien la trabaja”, pero resultó más cierto, en este caso, el dicho popular de que “nadie sabe para quién o para qué trabaja”. Los héroes históricos de la trasnochada progresía mexicana (el propio Zapata, Cárdenas y demás) resultaron involuntarios promotores de la estrecha integración económica de México con la industria manufacturera de los Estados Unidos. Por supuesto, ese jamás fue su deseo. Por fortuna México supo hacer de la necesidad virtud y tomó, a regañadientes, el único camino de crecimiento que le había dejado disponible la destructiva “revolución mexicana”: ensamblar bienes manufacturados – autos, computadoras, productos electrónicos - para el mercado más ávido que es el de los consumidores estadounidenses. Nos hicimos “asiáticos” por necesidad.
Esta “vocación” no ha resultado mala. De hecho, le da a México varias ventajas de largo plazo que no tienen los modelos que siguen Brasil o China; por ejemplo: permite tener una política de auténtica libre flotación del tipo de cambio lo que, a su vez, evita que la política monetaria se contamine con objetivos mercantilistas, como el de buscar una cotización cambiaria deliberadamente subvaluada para favorecer a los exportadores de bienes primarios y, de paso, mantener fuertemente castigados los salarios reales.
Está de moda, entre los sesudos analistas mexicanos, elogiar sin medida a Brasil y asegurar que, en contraste, a México “otra vez se le fue una oportunidad de despegue”. Los que así quieran verlo deben agradecérselo a la “revolución mexicana”.