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Recuerdo perfectamente caminar una y mil veces por las calles de Colima, se respiraba una tranquilidad absoluta sólo comparable a la que priva en mi natal Mérida.
La leyenda urbana decía que la paz cotidiana se debía a que los capos de la droga, asentados en la vecina Guadalajara, habían trasladado la residencia de sus familias precisamente a los apacibles y discretos dominios del rey Kolimón.
Uno podía saludar al alcalde capitalino como en los viejos tiempos, sin hacer cita y con la previsión de tocar una vieja puerta de madera. El gobernador andaba con un escolta único que además hacía las veces de chofer y los diputados, priistas o panistas por igual, agarraban la parranda rodeados de sus amigos y la remataban en la legendaria Comala de Juan Rulfo, donde las únicas ánimas que se lograban ver yacían en el fondo de las bebidas espirituosas.
Con la muerte de Silverio Cavazos la era de la inocencia en Colima quedó reducida a un bonito recuerdo, hoy es un amargo despertar, toda proporción guardada, debe ser la misma sensación horrible de los suecos aquélla aciaga mañana del primero de marzo de 1986, cuando descubrieron que su admirado primer ministro, Olof Palme, había caído abatido saliendo del cine ante decenas de testigos, entre ellos su propia esposa; dicho magnicidio aún sin esclarecer, prescribirá en 2011 sin que nadie tenga la menor idea de los culpables, por cierto desde entonces los altos políticos escandinavos utilizan una discreta pero eficiente seguridad personal.
Silverio Cavazos no era un pacifista como Palme pero estaba muy lejos de ser un hampón, se comportaba con relativa discreción y al menos no es del dominio público que tuviera malas amistades.
Lo verdaderamente preocupante es que de un hecho aislado la percepción de seguridad habrá cambiado en Colima para siempre, nunca más será la pacífica isla de occidente.
En los últimos meses he visitado varias ciudades tradicionales donde la sensación de inseguridad se ha elevado de manera por demás dramática, los mejores casos son San Luis Potosí y Celaya, no aparecen cadáveres pero la gente está convencida que algo terrible sucederá una vez que las luces se apagan.
Un día platicaba con Héctor Aguilar Camín que mis paisanos emeritenses consideraban la seguridad como el mayor de los problemas, raro en una ciudad donde el índice delictivo es menor que en Ginebra Suiza, ambos coincidimos en que los medios de comunicación eran más responsables que la inseguridad en sí misma. Sin embargo y Dios no lo quiera, si algún encumbrado político local fuera víctima de un atentado todos justificarían sus miedos en automático y la gente tendría pavor de salir a la calle; no es lo mismo las cabezas de unos desconocidos arrojadas dese el vecino Quintana Roo que una bala con nombre y apellido.
Algunas ciudades (como Mérida) permanecen como remansos de paz mientras que la violencia, real o mediática, fustiga a miles de ciudadanos cada año a mudarse hacia ellas aún con sueldos inferiores. A este paso no necesitamos una tragedia específica, de una u otra forma la violencia terminará arrancándonos la inocencia a todos y cada uno de los mexicanos, sin importar nuestro lugar de residencia.