1263 palabras
Considerado por Salman Rushdie uno de los escritores más brillantes de los últimos diez años, el británico David Mitchell publica en España Mil otoños, una novela ambientada en el Japón de los siglos XVIII y XIX en la que reflexiona sobre el poder, la corrupción y “el deseo humano de superar a la muerte”.
“Nadie desea morir, pero sin la muerte tampoco hay vida real. Ella debería ser nuestra compañera amistosa, la que nos hace recordar lo importante que es la vida y cómo debemos utilizarla bien”, afirmó ayer en una entrevista con la agencia Efe David Mitchell, que en su primer viaje a España se ha desplazado hasta Segovia para participar en el Hay Festival.
Publicada por Duomo, Mil otoños, galardonada con el Premio Commonwealth y finalista del Booker, llega a las librerías españolas precedida por el éxito que ha alcanzado en Gran Bretaña y en Estados Unidos, donde ha encontrado numerosos lectores esta historia de amores prohibidos y de choque de culturas.
Mitchell está casado con una japonesa y vivió durante ocho años en Japón, un país, comenta, “en el que es imposible que un extranjero se sienta integrado”. “Japón no quiere cuerpos intrusos, no permite la integración”.
David Mitchell ajaponesado.
Sin embargo, no hubiera podido escribir Mil otoños sin haber vivido tanto tiempo en ese país. Fue allí donde en 1994 descubrió la existencia de Dejima, una isla artificial situada frente a la bahía de Nagasaki, que en los siglos XVIII y XIX acogió la sede de la Compañía Neerlandesa de las Indias Orientales. Esa isla, “más pequeña que Trafalgar Square”, era el único lugar de contacto con Occidente que tenía Japón, explica el escritor, quien desde que vio aquel enclave sabía que “allí había una novela”.
En el libro, Mitchell recrea de forma minuciosa cómo era Dejima, “una puerta entre el Japón aislado y la Holanda comercial; un lugar de choque de culturas y para ganar dinero, comerciar e intercambiar ideas, a veces de forma voluntaria y otras, involuntaria”.
En Dejima también había tiempo para el amor. “Las únicas mujeres que podían entrar en la isla eran las cortesanas, pero los oficiales o los holandeses más ricos podían comprar una esposa para varios meses, y de vez en cuando nacían hijos de esos matrimonios de conveniencia”, señala David Mitchell, que actualmente vive en Irlanda.
El escritor ingles David Mitchell lanza el plato tras partir de forma tradicional el cochinillo durante la comida para los participantes en el Hay festival que se celebra en Segovia. (EFE)
Virtuoso del lenguaje y su recovecos, el escritor británico llega a la cita para la entrevista con Inés Martín Rodrigo (ABC) envuelto en un aura de modestia, queriendo obviar (y hacer olvidar) que es uno de los grandes escritores contemporáneos, finalista en varias ocasiones del premio Booker y elegido por la revista Time en 2007 como una de las cien personas más influyentes del mundo. (Hay otro David Mitchell famoso, un actor, también británico)
—Su universo literario es tan variado como inclasificable, pero Mil otoños supone un paso más. ¿Por qué lo escribió?
—El libro me pide que lo escriba, es algo que me sucede con todas mis novelas. Cuando descubrí la isla de Deshima, en 1994, me di cuenta de que quería escribir un libro ambientado en esta Europa del siglo XVIII que descubre al Japón feudal.
—Le ha llevado una década de esfuerzo, ni más ni menos.
—Fueron cuatro año de dedicación exclusiva y seis de darle vueltas. El proceso de escritura fue muy difícil, hasta el punto de que llegué a descartar dos manuscritos. Los libros te muestran el camino mientras los escribes, pero en una novela histórica los problemas son más peliagudos.
—¿Cuál es su relación con el libro?
—No podría haber escrito un libro mejor. No es una muestra de vanidad, pero no puedo entregar un manuscrito sin saber que es lo mejor que podía escribir en ese momento. Aún tengo 42 años, estoy aprendiendo, y ese potencial infinito para la mejora es una de las partes más bonitas de mi trabajo.
—Su primer agente dijo de usted que es modesto y sabe escuchar.
—No sería nada modesto estar de acuerdo con que soy modesto. Para un novelista es tan importante escuchar como para un periodista. Soy un creador de historias que obtiene material de la conexión con el mundo. Si dejara de escuchar no escribiría.
—¿Y qué hay de la arrogancia?
—Ser arrogante te impide hacer tu trabajo, porque te crees más importante que tus historias.
—Ha sido finalista del Booker y Time lo incluyó en su lista de las cien personas más influyentes del mundo. ¿Cómo valora los premios?
—Intento ignorarlos. Ser galardonado es un honor, pero pensar en los premios es el primer paso hacia la locura. Si al escribir piensas en los premios que podrías recibir, eso distorsionará tu libro hasta matarlo.
—En alguna ocasión ha declarado que ser tartamudo es como ser alcohólico. ¿Lo sigue pensando?
—Sigo pensándolo porque los tartamudos, como los alcohólicos, no llegamos a curarnos nunca, pero aprendemos a vivir con ello. Comencé a tartamudear a los siete años y mi tartamudez alimentó de alguna manera la fantasía de ser escritor, pero está claro que hay un factor genético que me ha permitido escribir.
—¿Qué le obsesiona?
—La compasión y la integridad. Me encanta Chéjov, mi admiración por él es cada vez más profunda. Era doctor, conocía las partes más bajas del ser humano y, a pesar de ello, sentía un amor absoluto hacia la condición humana. No puedo estar en la misma habitación que un escritor frío.
—¿Le preocupa la posteridad?
—El primer paso hacia la locura es pensar en los premios y el segundo pensar en la posteridad literaria. El tiempo es el editor final y será el que decida, el que escoja a los escritores elegidos para la posteridad. Pero no tengo ninguna duda de que Ishiguro, Orwell, García Márquez o Don DeLillo pasarán a la posteridad literaria.
—¿Cómo han cambiado sus ambiciones desde que publicó su primera novela?
—Con mi primer libro mi ambición era escribir una novela, verla en una librería. Ahora mi ambición es seguir escribiendo hasta que muera. (EL ADELANTADO / ABC)