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Nunca, nunca, nunca hay que creer que la guerra será tranquila y fácil, o que quien embarca en ese viaje extraño podrá medir las mareas y los huracanes a los cuales se enfrentará. El hombre de Estado que cede a la fiebre de la guerra debe darse cuenta de que cuando da la señal de emprenderla, ya no es el amo de la política sino el esclavo de eventos imprevistos e incontrolables. Famosas palabras de Winston Churchill que resuenan hoy a lo largo del país.
Este México nuestro de decapitados y calcinados, acribillados y secuestrados, una violencia que escala cada vez más y una estrategia gubernamental en cuyos resultados la población confía cada vez menos. Y la pregunta ineludible: habrá algún día un ganador cuyo triunfo produzca la paz anhelada o los torrentes de sangre habrán sido en vano?
No es tiempo de caer en la tentación fácil de denominar a México como un Estado fallido. Pero sí es momento de preguntar -como lo hace Alma Guillermoprieto en el artículo "Murderous Mexico" publicado en The New York Review of Books- si ante la infrenable actividad de criminales altamente organizados, el gobierno mexicano puede, de manera adecuada, asegurar la seguridad de sus ciudadanos en todo el país.
Actualmente, la administración calderonista parece incapaz de hacerlo en amplias franjas del México rural o en ciudades importantes como Monterrey y Ciudad Júarez. Resulta evidente que la estrategia gubernamental, basada en una guerra frontal para atacar el enquistamiento criminal no está funcionando.
Mientras tanto, esta guerra repleta de sacrificios humanos, alianzas inconfesables, corrupción compartida y estadísticas calamitosas como las 28,000 muertos, no ha producido los resultados deseados. En lugar de reducir la violencia, ha contribuido a su incremento. En vez de contener a los cárteles, ha llevado a su dispersión. En lugar de mejorar la coordinación entre las agencias del sector de seguridad nacional, ha alentado la animosidad, la duplicación de funciones y el cambio constante de agendas. En vez de fomentar la colaboración entre los tres niveles de gobierno, ha acentuado su rivalidad.
México hoy es un país más inseguro, más inestable, más violento que hace cuatro años cuando Felipe Calderón envió al Ejército a las calles. De poco sirve atrapar criminales cuando son procesados por un sistema judicial en el cual 75% de los arrestados terminan exonerados por jueces corruptos o ministerios públicos incompetentes.
Esta guerra se libra contra un enemigo demasiado poderoso, demasiado atrincherado, demasiado rico. Y aunque el gobierno ha logrado capturar o matar a capos de alto nivel, las detenciones han provocado divisiones entre los cárteles y el surgimiento de nuevas organizaciones. A su vez, estas divisiones y las acciones vengativas contra el gobierno han generado un alza abrupta en la violencia. Y paradójicamente, aunque el gobierno ha logrado uno de sus principales objetivos -la fragmentación de las organizaciones criminales- su dispersión a lo largo del territorio nacional ha impedido la recuperación de espacios públicos. Al cortar una cabeza surgen cinco más.
Como lo explica Eduardo Guerrero en el documento "Security, Drugs and Violence in Mexico", el problema radica en los supuestos equívocos detrás de la guerra calderonista y la información incompleta o errónea en la cual se basó. Felipe Calderón subestimó al enemigo. Menospreció su armamento moderno y poderoso, su logística sofisticada, la facilidad con la cual introduce armas al territorio nacional. No conocía la capacidad de los cárteles para recabar inteligencia gracias a la infiltración de la SSP y la PGR. No estaba al tanto de la abundancia de recursos humanos que nutren al crimen organizado -hombres jóvenes y campesinos en las regiones centro y sur del país- así como la protección social que recibe en numerosas comunidades, dado su papel de benefactor público.
Y tampoco conocía las flaquezas del gobierno cuando decidió declarar la guerra en la cual se halla inmerso. La penetración del narcotráfico en los niveles más altos de las agencias de seguridad y los conflictos burocráticos que hay entre ellas. La baja capacidad de recaudación de inteligencia entre los militares y las policías. La deficiente colaboración de las fuerzas estatales y municipales. Pero peor aún: la guerra calderonista se ha basado en estrategias múltiples, vagas y a veces incompatibles entre sí. Por ejemplo, la desarticulación de organizaciones criminales no sólo obstruye la recuperación de espacios públicos, sino también trae consigo la invasión de nuevos territorios y la multiplicación de la violencia.
Dados los resultados obtenidos hasta el momento, es obvio que esta guerra -librada así- no va a producir una victoria contundente sino una violencia sin fin. Lewis Mumford, el historiador estadounidense tenía razón: la guerra es producto de una corrupción anterior y produce nuevas corrupciones.