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Confieso que detesto el rojo. Admito siempre haberle tenido aversión. Confieso que abomino el cárdeno color que me asustaba al ver manar mi sangre, como consecuencia de alguna excoriación fruto de mis correrías infantiles. Declaro que tengo prejuicios contra el tono que llevaba a mi mente los excesos de la revolución francesa, los atropellos de la masonería y los crímenes de lesa majestad y humanidad perpetrados contra unos monarcas que supieron mantener la dignidad hasta el pie del cadalso. Afirmo, más aún, que mi repulsa contra el matiz escarlata, deviene quizá de mi primigenia concepción del diablo, caracterizado según el ideal babilónico de color encarnado y que se oponía tajantemente a las enseñanzas de mi madre y a los conceptos adquiridos del catecismo de Ripalda.
Confieso que detesto el rojo, en especial el carmín de las tesis socialistas contrarias por definición a las prédicas pro empresariales y privatizadoras de mi padre, fruto de nuestra estirpe de oligarcas y señores de la tierra. Declaro que me horrorizó el tinto corazón utilizado como emblema de la pasada campaña política a la gubernatura y que me hizo sonreír repleto de sarcasmo, cuando pude reparar que el logotipo era idéntico al utilizado por cierta compañía trasnacional dedicada a comerciar con helados, paletas y otras golosinas similares a los gobiernos clientelares y corporativistas: excesivamente almibarados y nocivos. Huyo pues del rojo como de la peste y lo excluyo no solo de mis pertenencias personales, sino que más aún se encuentra exceptuado y vetado de la vestimenta y ajuares de mi hijo.
Confieso que amo el azul. Admito que desde niño he tenido especial predilección por el color. Confieso que me evoca el cielo, los ojos de la mujer que más he amado, lo tibio de las tardes susceptibles de vivirse en Yucatán, envueltas en un hálito de nostalgia y de ternura.
Confieso que amo el azul. Que le otorgo connotaciones reales: que azul juzgaba el manto que cubría los hombros de Maximiliano, mártir señero de la mexicanidad, como azul debía ser la divisa que blandía Gorostieta.
Asumo que el azul hace bullir con especial brío la sangre que corre con mis venas, como era capaz de provocar el Cruz Azul de los setenta y mi ídolo encarnado en hombre: el Supermán Miguel Marín. Confieso que amo el azul, porque dicen que es el color de los celosos y entre los seres de mi raza, vaya que nos pintamos para eso.
Siempre he considerado que la bandera mexicana debería incluir azul y me place que este tinte domine en el corto número de mis posesiones. Admito que por eso, son más que claros cuales son mis ideales y cuál es el partido de mis amores.
A decir verdad, he hecho ingentes esfuerzos por verme incluyente, por adoptar una actitud políticamente tolerante, pero ha sido en vano. Percatarme como los rojos depredan, como mienten, prometen en vano, manipulan, se aprovechan del prójimo, como gobiernan repletos de rencores, como perjuran, saquean, como encumbran personajes ineptos e incapaces a posiciones que rebasan en exceso sus potencialidades y alardean los dos centímetros de poder que la suerte puso a su alcance, contribuye a mantener una escalada constante de repulsa en lo más hondo de mi alma. Lamentable es verlos llegar a cargos desharrapados y muertos de hambre y engordar a base de saciarse del erario.
Admito que en contraposición he encontrado generosidad y grandeza en los azules, verdadera estatura moral y espíritu cristiano. Vocación de trabajo por México y respeto a los cauces legales establecidos, situación realmente inusitada en nuestro medio.
Confieso que eso mismo me hace regocijarme de salir de la égida de la actual administración estatal, obstinada a toda costa en teñir de rojo cuanto se mire en posibilidad de hacerlo, pese al evidente mal gusto que esto implica. Declaro que me congratulo de dejar de formar entre una pandilla de incompetentes y pagados de sí mismos, incapaces de exhibir talento y aptos únicamente para exhibir sus vicios y complejos.
Confieso que detesto el rojo y que amo el azul, por sobre todas las cosas y con todas las fuerzas de mi alma y declaro que recurriré a todos los medios a mi alcance para impedir que fructifique y se consolide el proyecto de la imposición y el continuismo, la visión más antidemocrática y autoritaria que puede existir.
Declaro en fin, que nada debo a los rojos y que no estuve, estoy ni estaré ligado por vínculos de lealtad y gratitud a gente que por espacio de casi tres años se cebó en el poder y se dedicó a marginar, excluir y reprimir a muchos, entre ellos a mí.
Confieso que detesto el rojo y que tengo puestas todas mis esperanzas y mi fe en el azul y que contribuiré en la modesta medida de mis fuerzas a posibilitar su triunfo.
Para concluir una reflexión dedicada a quienes hoy juegan a ser dioses: los puestos públicos son prestados, recuérdenlo. Su tiempo se agota. Volverán tarde o temprano a arrastrarse por el polvo en que lo hacían cual serpientes o peor, cual gusanos reptando por el fango y se lo merecerán, porque Yucatán y Mérida son dignos de mejor suerte. Confieso que detesto el rojo, disfruten el gozo que les queda, porque a ustedes su administración les tardará aun un par de años, pero a mí la dignidad me durará toda la vida.
Dios, Patria y Libertad
Guillermo Barrera Fernández