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Toluca, viernes en la tarde: un coche se pasa el alto y se da una vuelta prohibida en sentido contrario, por donde una señora va cruzando por el paso de peatones. El policía que está parado en la esquina ve el incidente sin inmutarse.
Polanco, DF, mediodía, de lunes a viernes: dos patrulleros se estacionan en doble fila mientras comen, junto con otras 20 personas, la comida que se vende desde la cajuela abierta de un coche permanentemente estacionado en esa esquina.
Veracruz, miércoles en la mañana: la maestra no recuerda o no conoce las reglas para conjugar los verbos irregulares por diptongación. Sus alumnos ignorarán las conjugaciones correctas de soldar, cocer, nevar, forzar.
Morelia, lunes en la tarde: después de llegar una hora y media tarde, el plomero instala una válvula defectuosa. Se perderán más de 70 litros de agua a la semana.
Administración Local de Servicios al Contribuyente del Norte del DF, jueves en la mañana: la empleada de Hacienda aprovecha para comprar algunos dvd piratas en la banqueta, a 20 metros de la entrada de la oficina del SAT, antes de entrar a trabajar.
Donde sea, todos los días: ejércitos de vendedores ambulantes ofrecen mercancías de todo tipo en las calles. Percheros, juguetes, globos terráqueos, paraguas, discos y películas. Automovilistas y peatones las compran, muy probablemente sin pensar que pueden ser robadas, contrabandeadas o producidas al margen de la ley y que, posiblemente, beneficien a algún tipo de crimen organizado.
¿Acaso somos víctimas? Estamos acostumbrados a comprar lo que se nos dé la gana en la calle, a no caminar hasta la parada del camión, a recibir y a dar malos servicios, a que se violen las leyes frente a las autoridades sin que éstas reaccionen, a recibir menos litros de gasolina de los que pagamos, a abusos y corrupción por todos lados. ¿Y qué hacemos? Puede parecernos que las cosas están empeorando; pero estamos tan habituados a participar en ellas que en vez de reaccionar, en vez de hacer algo para revertir eso que nos parece tan mal, lo toleramos o hasta lo justificamos.
Vivimos una época de violencia, de inseguridad, de miedo y de decepción como nunca antes en tiempos de paz, y reaccionamos poniendo más candados o más guardias en nuestras puertas. Nos lamentamos de la situación, nos alarmamos ante la última masacre. Como sociedad, estamos centrando nuestra atención sólo, o prioritariamente, en el “gran crimen”, en el de nota roja, en la cuenta diaria de los muertos, en las balaceras, decapitaciones, torturas, secuestros.
Tendemos a dejar que los escándalos de corrupción, de impunidad y de abuso de poder se queden en el chisme, en el email enfurecido y en la nota periodística, sabiendo que no se va a aplicar la ley. Conocemos los abusos y las atrocidades y los vemos desde fuera o participamos en ellos, sin esperar castigo. Sin embargo, no nos preguntamos cuáles de nuestras actividades, de las cosas a las que estamos tan acostumbrados, cuántas de las pequeñeces de todos los días contribuyen a esta realidad, cuánta responsabilidad tenemos en la situación y qué podemos hacer, cada quien a su nivel, para empezar a revertirla. ¿O es que, en comparación con los grandes crímenes, los pequeños nos parecen, bueno, pequeñeces, y por eso consideramos que es innecesario hacer algo para detenerlos?
No nos limitemos a las actividades criminales, o a las meramente ilegales: el tamaño de la crisis en la que ahora vivimos se alimenta, igualmente, de estas acciones compartidas en las que ya no reparamos. Porque el tejido de cualquier sociedad se nutre de valores que son fundamentales y a los que nosotros parecemos haber renunciado, valores como la puntualidad, el orgullo por el trabajo bien hecho, el respeto por nuestro idioma: leyes y principios creados para que los cuerpos sociales funcionen armónicamente. Pasarlos por alto o ignorarlos, incluso en asuntos que parecen menores, son síntomas de la misma enfermedad, que se manifiesta igualmente en balaceras y en mala ortografía.
Nos hemos ido acostumbrando, como país, a estándares consistentemente menores no sólo de seguridad sino de moralidad, de limpieza, de respeto a la ley, por no mencionar más que las “pequeñeces” que constituyen esa base de orden mínimo e imprescindible. Y, sin embargo, parece que no estamos dispuestos a hacer nada serio respecto a estos problemas, menores si se les compara con la pérdida de vidas y con la otra violencia, la grande. Como si en aras de una igualdad retorcida estuviéramos buscando reducir a toda la sociedad al mínimo común denominador de sus peores expresiones. Tal vez porque nos encontramos tan maltratados por la situación, tan lejos de la prosperidad, tan impotentes, que sentimos que la ilegalidad, el desafío a la ley, la marginalidad son nuestra única salida. Que, siendo víctimas del sistema, tenemos el derecho de hacernos justicia por propia mano, porque como sociedad nos hemos acostumbrado a tener todos esos satisfactores por fuera, por debajo, en el margen (ropa en banquetas, películas pirata en el metro, robo hormiga…). Estas costumbres, que en el corto plazo benefician a quienes sienten que están compensando oportunidades desiguales, a la larga afectan a toda la sociedad más allá de las pérdidas materiales inmediatas.
Por costumbre, por ignorancia, por hartazgo, la ilegalidad se ha vuelto una realidad tan presente en nuestra vida diaria que ya ni siquiera la reconocemos como tal: nos compramos cosas en la calle sin cuestionar si son robadas, piratas o contrabandeadas. Nos pasamos los altos, nos damos vueltas prohibidas o circulamos en sentido contrario sin que se nos ocurra que las de tránsito también son leyes, y que violarlas también nos pone del lado de la ilegalidad. Ya nadie se asombra de que los policías contemplen impasibles todas estas violaciones diarias porque no esperamos que hagan nada al respecto.
Las comunidades —o los países— donde se toleran las pequeñeces, donde la gente sabe que la ilegalidad no tiene consecuencias, mandan la señal de que se puede hacer lo que se quiera y salirse con la suya porque no habrá castigo para los transgresores. Y lo que empieza así, con pequeñeces, con infracciones chiquitas a la ley, con faltas de respeto a normas como las de vialidad o las de convivencia (franeleros, limpiaparabrisas, ambulantes, etcétera), va dando lugar a transgresiones cada vez mayores que, sin castigo, acaban por convertirse en monstruosidades como las que leemos a diario en los periódicos.
Porque existe un vínculo real y probado entre el mantenimiento del orden y la prevención del crimen. Es lo que plantea la “Teoría de las ventanas rotas” de James Wilson y George Kelling respecto a la importancia de actuar sobre las pequeñas violaciones a la ley como una forma de prevenir, y combatir, las grandes violaciones. En un ambiente en el que los ciudadanos se sienten o se saben incapaces de velar eficientemente por sus propios intereses (¿a quién se le antoja enfrentarse a los ambulantes, a los franeleros, o hasta a los pequeños narcotraficantes, instalados en su cuadra?), las policías han perdido, también, la capacidad de velar por las comunidades a su cargo, y se muestran indiferentes a sus responsabilidades de prevención del crimen, cuando no francamente protectoras de las ilegalidades, chicas y grandes.
Como sociedad, estamos paralizados, esperando que algo suceda, que algo nos saque del hoyo y nos dé la seguridad, la prosperidad o la felicidad que consideramos nuestro derecho. Subsiste entre nosotros como una esperanza el espejismo de que alguien más vendrá a resolver nuestros problemas. Tal vez porque nos sentimos impotentes para cambiar las cosas, tal vez porque ya no confiamos en que la situación se pueda revertir. Nos limitamos a culpar a los gobiernos de lo malo que pasa en el país, pero no hemos alterado nuestra propia conducta. Estamos esperando, como en una tragedia griega, que el Deus ex machina llegue a salvarnos. Y no va a llegar. Ésta, aquí, es una invitación a hacer las cosas de otro modo, a cambiar nuestras conductas para que las cosas empiecen a ser diferentes en nuestro país.
¿Por qué, si estamos dispuestos a comprarnos relojes, pasta de dientes o celulares en las calles, nos asombra tanto que haya asaltos a los camiones de carga que los transportan? ¿Por qué, si no pedimos notas de compra, nos sorprende que no se reporten los ingresos y no alcancen los recursos públicos? ¿Por qué, si estamos demasiado ocupados para educar a nuestros hijos, esperamos que sean los maestros quienes suplan nuestra responsabilidad? ¿Por qué, si en casa no comemos bien, luego queremos que haya leyes que prohíban las comidas chatarra?
Porque no estamos viendo hasta qué punto mucho de lo grande, de lo trágico, de lo aterrador de la vida actual en México viene de estas acciones menores, al parecer inofensivas, tan interiorizadas que ya no se distinguen, que dan cauce al desprecio por la legalidad, a la confianza en la impunidad, a la seguridad de que se puede hacer lo que sea y que a la autoridad ni le importa ni está dispuesta a hacer nada al respecto. No nos hemos preguntado qué estamos engendrando cuando toleramos lo chico, en lo individual o por parte de las autoridades.
¿Qué más tiene que pasar para que reaccionemos? El gobierno ha empezado a actuar contra lo grande. Pero necesita una señal inequívoca de la sociedad de que lo pequeño se ha vuelto intolerable. Sólo así, peleando en el mismo bando, gobierno y sociedad lograrán hacer mella en la situación. Sólo tendremos éxito si sabemos, a todos los niveles, que la ilegalidad tiene consecuencias, por un lado; y por el otro, que estamos trabajando con el mismo objetivo, asegurándonos, por ejemplo, de que no haya una aplicación desigual de la ley que cree oportunidades sesgadas al interior de la sociedad. En este sentido, hay tres problemas enormes con cuya realidad es necesario lidiar para lograr una diferencia: uno, la corrupción que permea todos los niveles, en la mayoría de las instituciones del país; dos, la enorme y ubicua falta de rendición de cuentas, también a todos los niveles y en casi todos los aspectos de la vida del país. El tercero es el de la manera de incorporar a la legalidad a quienes hoy la desafían desde fuera.
Y, sin embargo, esto no es suficiente. Combatir lo ilegal, lo ilícito, lo gris o lo marginal no basta. Hemos llegado a una situación en la que está mejor visto burlarnos de los valores que reaccionar ante los abusos, en la que quien exige un nivel mínimo de orden es considerado un ingenuo. En donde se considera más ingenioso a quien vive de darles la vuelta a las leyes, en donde se asume que el triunfo es resultado de sobornos e influencias, pero no del trabajo y la honestidad.
El mismo nivel de importancia que el respeto por la ley tienen esos valores a los que al parecer hemos renunciado. El orgullo de saber que estamos haciendo bien lo que hagamos, no que lo estamos haciendo para mientras, mientras conseguimos algo mejor o mientras nos podemos ir a otra parte. El orgullo de gremio, perdido entre trabajos mal pagados y el desprecio por los oficios. La capitulación contenida en el “y qué esperas si estás en México”, el derrotado “aquí nos tocó vivir”, que implican que la mediocridad no sólo es aceptable, sino es una forma de vida, la nuestra.
La falta de respeto por nuestro idioma, como un síntoma de la misma enfermedad, importa no por una nostalgia académica trasnochada sino porque sólo puede pensar bien quien formula bien sus ideas. Porque para comunicarnos sí son necesarias la ortografía y la gramática. Porque el idioma es parte de quiénes somos como mexicanos. Y porque no llamar a las cosas por su nombre desvirtúa su significado. Ya no nos asombra la hipocresía de los eufemismos, a los que nos adosamos como a una tabla de salvación y que permiten que hagamos lo que se nos dé la gana, sin consecuencias: los taxis no son ilegales, sino tolerados; la música y las películas son románticamente pirateadas. Quienes se roban los combustibles de gasoductos y oleoductos (inocentes vaqueros) sólo los ordeñan, y los asesinos “siembran” a sus muertos, aunque no haya nada eufemístico en estas últimas expresiones.
Modosos como doncellas dieciochescas, ya nadie va al baño sino al tocador, y en la sopa no nos encontramos pelos, sino cabellos. Desvirtuamos al idioma al punto de corregir a quien dice gafete (¿recogiste tu gafett?), a quien quiere abrir una cuenta (¿ya la aperturó?), a quien oye algo. Oír se ha vuelto, al parecer, una mala palabra y nos pasamos escuchándolo todo: “no te escucho”, grita uno de un lado a otro de la calle. (¿Cuándo se va a convertir ver también en algo indecible, y vamos a decirnos, angustiados, “¿dónde estás?, ¡no te observo!”?) Calle, por cierto, también se ha vuelto anatema y todos nos embotellamos diario en las vialidades.
Los políticos se ufanan de haber “reventado” lo que sea que esté intentando el contrario. La violencia de la expresión, como tantas otras violencias cotidianas, no es más que la sombra de la intención: reventarles la cara, reventarles algo en la cara, embarrarse mutuamente de la porquería en la que todos sentimos revolvernos.
Al menospreciar nuestro entorno, nuestro trabajo, nuestro idioma, a nuestros gobiernos, a nuestras leyes, nos menospreciamos a nosotros mismos. ¿Y qué pasa con un pueblo que no se respeta? Esto, que vemos a diario: violencia, desesperación, desesperanza, pesimismo, parálisis.
Necesitamos hacer algo. Necesitamos pensar cómo hacer que tengan un costo el incumplimiento, la mediocridad, la indolencia. Otros países lo han logrado, es cosa de imaginación. Pero para eso la legalidad debe ser más atractiva, más fácil, más fructífera que la ilegalidad. Y hoy esas prioridades están invertidas porque es mucho más fácil vender cosas en la calle que constituir empresas, falsificar que contratar legalmente, dar mordidas que invertir.
¿No son, estos, tiempos para reaccionar? Es nuestro deber hacerles saber a las autoridades que sí nos importa. Sería un alivio saber que cuando tomamos un taxi éste es legal por el simple hecho de circular por nuestras calles. Que cuando entramos a un edificio podemos confiar que quienes inspeccionaron su construcción hicieron su trabajo y no recibieron un soborno para desentenderse. Que la madera que se vende en el país no viene de tala ilegal, que los títulos universitarios efectivamente amparan conocimientos.
En verdad, ¿de qué nos asombramos? Pensando en lo que decía sor Juana sobre los hombres de su tiempo, podemos preguntarnos respecto a nuestra sociedad hoy: “¿Qué humor puede ser más raro que el que, falto de consejo, él mismo empaña el espejo, y siente que no esté claro?”.
No somos víctimas: todo lo que vivimos, esto que como sociedad nos está pasando, nosotros mismos lo hemos escogido u ocasionado, aunque no sea más que como consecuencia de otras decisiones mal tomadas, de otras acciones no castigadas. En el origen, no nos fue impuesto. Entre pequeñas ilegalidades, grandes corrupciones y el más absoluto desprecio por la ley, por parte de todos, en todos los órdenes y a todos los niveles, nosotros mismos hemos causado lo que estamos viviendo. Es hora de que empecemos a reaccionar.
Gabriela Arroyo. Internacionalista y escritora.