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Si algo ha caracterizado a los presidentes mexicanos de la última parte de nuestra historia, ha sido precisamente un pronunciado declive de su figura a partir de su cuarto año de gobierno; tal vez el caso más significativo fue el de Gustavo Díaz Ordaz, al menos hasta ahora.
Ya el presidente no despacha en Palacio Nacional, sino en Los Pinos; ya el enemigo no se sitúa al exterior, pero si dentro de nuestras fronteras; ya la represión no es aislada, contundente, ahora es endémica, a cuenta gotas, pero igual de asfixiante. El Estado "autoritario y antidemocrático" se ha transformado en un Estado "fallido". Serán otros tiempos, pero el alma del mexicano ha cambiado muy poco y por lo tanto la reacción de su máximo gobernante no puede ser muy diferente.
Si de buenas intenciones se tratase, sin duda Felipe Calderón estaría en la cúspide del presidencialismo posrevolucionario. La realidad es muy distinta, nuestro mandatario es hoy víctima de las circunstancias, sí; de errores de apreciación, también; pero sobre todo, como lo fue Díaz Ordaz en su momento, es víctima de nuestra terrible incapacidad colectiva para entender el tipo de país que queremos.
Nadie puede culpar a Calderón de una severa y globalizada crisis económica, cuyo epicentro fue Wall Street y no la Ciudad de México, como en 1994; pero el presidente no pudo dedicarse de lleno a mitigar sus efectos porque ya se había embarcado en una lucha fratricida contra el crimen organizado, sin contar con los elementos suficientes que le asegurasen una eventual victoria. La combinación de ambos factores: la percepción generalizada de inseguridad y el hecho de sentir una merma constante en el poder adquisitivo, simplemente ha sido demoledora para su popularidad.
Felipe Calderón es ante todo un demócrata, nadie como él conoce la sangre y las lágrimas de frustración que costaron hacer de Acción Nacional el partido en el gobierno. Seguramente soñó con ser el último presidente de la transición, cuyo legado sería un sistema electoral consolidado, a prueba de cualquier duda y que garantizase el continuo desarrollo político del país. El precio a pagar fue muy alto, redujo a su partido a ser un apéndice gubernamental (lo mismo que había combatido toda su vida), asimismo propició alianzas coyunturales con un tufo pragmático tan fuerte que lastimó de manera irreversible a los sectores más tradicionales del panismo (sus antiguos aliados naturales).
En el escenario actual la reforma política definitiva parece lejana, la fiscal es aún tenue balbuceo, la migratoria caminaba lentamente y se detuvo, por su parte, la seguridad en la tenencia de la tierra (un hito de la lucha panista) yace en el arcón de los recuerdos.
Al día de hoy nuestro presidente es susceptible de contagiarse de la misma obsesión que acompañó a Gustavo Díaz Ordaz, a partir de 1968 y hasta su muerte: su lugar en la Historia. Nadie lo sabe de cierto pero pronto todos saldremos de la terrible duda y la pregunta interior seguirá perenne ¿Habrá valido la pena?