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Nuestra reacción ante las serpientes puede oscilar desde el asco, el horror y la fobia a la curiosidad, la fascinación e, incluso, la adoración, como ocurre en algunas culturas en las que son convertidas en diosas. Esta mezcla de repulsión y atracción ha sido investigada por antropólogos, primatólogos, psicólogos y otros científicos de distintas áreas, pero hasta ahora poco se conocía sobre los peligros que estos animales suponían para los extintos homínidos y los seres humanos que actualmente viven de forma prehistórica como cazadores recolectores. El motivo es que las serpientes se tragan a las víctimas enteras y no dejan fósiles como sí lo hacen los cocodrilos u otros mamíferos carnívoros. Además, los escasos estómagos de serpiente fosilizados encontrados no contienen primates y los casos de ataques de constrictoras a seres humanos en zonas rurales son anecdóticos.
Dos hombres Agta sostienen una pitón reticulada de 6.9 metros en Sierra Madre, Filipinas. Da escalofríos comparar el tamaño de la cabeza del reptil con la del indígena que la sostiene. (J. Headland)
Entonces, ¿fueron los primeros hombres, dedicados a la caza y con asentamientos más inestables, un plato de cena para las serpientes? Investigadores de SIL Internacional en Dallas y de la Universidad de Cornell en Ithaca (Nueva York) han estudiado a un grupo de indígenos de Filipinas, los Agta Negritos, para obtener la respuesta. El estudio, que aparece publicado en la revista Proceedings de la Academia Nacional de Ciencias de EE.UU., sugiere que las dos especies estaban dispuestas a devorarse entre sí, ambas eran presas y depredadores, y ambas competían por comerse a otros animales. Una compleja red de relaciones entre hombres y serpientes gigantes que comienza en la noche de los tiempos.
Hasta hace poco, los Agta estaban ampliamente extendidos en Filipinas y en el sur de Asia. Sin embargo, en 1990, la transición a una vida sedentaria fue completa y ahora están amenazados por la extinción. Thomas N. Headland, coautor del artículo, comenzó a estudiarlos en 1962 en Casiguran, en la Sierra Madre de la provincia de Aurora, en Luzon, cuando todavía vivían en pequeños grupos, dormían en cabañas de forma temporal, buscaban comida en la selva y comían carne de animales salvajes cada día. Un varón adulto pesaba unos 44.2 kilos, realmente poco, sobre todo si se compara con el tamaño y el peso de las serpientes que viven en el sudeste de Asia. Una pitón reticulada macho alcanza los 5 metros y los 20 kilos, mientras las hembras pueden medir hasta el doble y pesar 75 kilos. Con estas proporciones, un varón adulto podía ser perfectamente una comida no demasiado pesada para una bicha hembra.
Los investigadores comprobaron una alta incidencia de ataques de pitones a los individuos de la comunidad Agta. Las pitones atacaron a 15 de 58 hombres y a 1 de 62 mujeres. Más varones, seguramente, porque ellos pasaban más tiempo en la selva. El 26% de los varones de la tribu había sobrevivido a un ataque de pitón, pero la mayoría sufrió mordiscos y heridas en las extremidades y menos frecuentemente en las manos o el torso, y seis ataques fatales ocurrieron entre 1934 y 1973. Murieron cuatro hombres y dos mujeres. Los hombres eran generalmente atacados cuando se adentraban en la selva. Pero los Agta también devoraban pitones, además de ciervos, cerdos salvajes y monos, que eran a su vez alimento de las serpientes, así que, por lo tanto, seres humanos y serpientes han sido al mismo tiempo presas, depredadores y competidores potenciales. Estos descubrimientos, según sus autores, demuestran las complejas interacciones que han caracterizado nuestra historia evolutiva.